Como complemento de mi artículo anterior sobre el culto a la personalidad, hago recuerdo de las tres inolvidables lecciones de democracia y austeridad que recibí en 1987 del líder socialdemócrata sueco Olof Palme.
Las cosas ocurrieron así. Palme me invitó a que fuera uno de los tres oradores en la ceremonia inaugural de la convención anual de su partido socialdemócrata. Me envió los pasajes y viajé a Estocolmo. Allí recibí un postgrado en democracia y austeridad. Invitado por el mayor líder sueco del siglo XX, me alojaron en un pequeño y modesto hotel de cuatro estrellas. Nada de suit de cinco estrellas o cosa parecida. Esa fue la primera lección. Al día siguiente el chofer presidencial, en un Saab común y corriente —de los que hay miles como taxis— vino a recogerme del hotel y me condujo a un barrio peatonal de Estocolmo. Nos detuvimos en una esquina y me dijo que el líder pronto vendrá. En efecto, dentro de un par de minutos apareció Palme caminando solo, con su portafolio en una mano y su abrigo en la otra, por la estrecha calle peatonal. Saludamos efusivamente y partimos hacia la ciudad de Vesteras, al noroeste de Estocolmo, donde era la convención. Sin edecanes, ni guardias, ni motocicletas. No íbamos más que el chofer y los dos atrás. Segunda lección de democracia.
En el camino hablamos de mil cosas. Me dijo que, curiosamente, del Ecuador no conocía más que a dos personas: a Diego Cordovez y a mí. Con Diego había trabajado en alguna misión internacional. Sin embargo, me llevó un libro de poemas de Pablo Neruda, con dibujos de Guayasamín. Me contó que estaba impactado porque la noche anterior sus hijos, reunidos en “asamblea”, habían resuelto asignarle una habitación para que fumara, ya que no tenía derecho a dañar el aire de la casa. Me confesó que fue tanto el shock, que tomó la resolución de abandonar el tabaco. Y, en efecto, durante la hora y más de viaje no fumó un solo cigarrillo.
Cuando nos acercábamos a Vesteras yo imaginaba la ovación que el padre de la Suecia moderna recibiría al entrar al gran coliseo de la convención, repleto con cuatro mil delegados. Me equivoqué. Una azafata muy guapa nos esperó en la puerta y nos condujo hacia los dos asientos que nos habían reservado en la primera fila de abajo del enorme local. El acto, que había comenzado cinco minutos antes, no se interrumpió. No hubo un solo aplauso y nadie se puso de pies. Tercera lección. Comprendí por primera vez que mientras mayores son las parafernalias, las ceremonias, los honores y los clarines, más cerca estamos de la tribu, y que el desarrollo político consiste en el abandono de estos aspavientos.
Las lecciones de Suecia me resultaron inolvidables. Mis dos primeras decisiones cuando llegué al gobierno fueron ordenar que quitaran los vidrios negros del vehículo presidencial y que el chofer observara la luz roja de los semáforos.