El Presidente del Consejo Nacional de la Judicatura suspendió a dos jueces por haber designado arbitrariamente a un abogado como juez y parte de un tribunal que dictó sentencia en un caso de “atentado contra la seguridad nacional”. Otro juez ordenó la restitución de los jueces suspendidos y, en horas de la madrugada, destituyó al Presidente del Consejo Nacional de la Judicatura. El tremebundo juez se aventuró a destituir a su superior. Bien pudo haberle dicho el destituido: “Cómo te atreves, majadero, ¿no sabes que soy tu jefe?”. El Consejo Nacional de la Judicatura tiene, entre otras atribuciones, la de seleccionar, evaluar, ascender y sancionar a los jueces; pero el tremebundo juez, sin pavor ni temblor, dijo ante las cámaras de televisión que podía destituir al propio Presidente. Más tarde se entendió de dónde le venía tanta autoridad al subalterno porque la Policía se movilizó para impedir el ingreso del destituido Presidente del Consejo Nacional de la Judicatura a sus oficinas, por orden del Ministro del Interior, según los policías. Cuando el tremendo juez fue destituido nadie se movilizó y él sigue, impertérrito, “administrando justicia”.
Así terminó, con sainete, el proceso de demolición de la justicia en el Ecuador. Un proceso que se caracterizó por la intervención permanente de la Función Ejecutiva ensalzando a unos jueces y descalificando a otros. En cadenas de televisión se le dijo al país cuáles sentencias eran actos políticos de jueces corruptos y cuáles eran actos legítimos de justicia. Públicamente se condenaba o indultaba. Finalmente se metió mano a la justicia convocando a una consulta popular para que el país, sin comprender muy bien de qué se trataba, autorizara la construcción de un baipás a la Constitución, mediante la designación de tres tristes triunviros encargados de organizar jueces, juicios, juzgados y judiciales para que, en adelante, brille la justicia.
Lo más sorprendente no es que haya ocurrido esto. Lo que sorprende es que ocurriera sin que las Cortes, los fiscales, los colegios de abogados, los jurisconsultos, expertos, académicos y sindicatos de empleados judiciales pudieran hacer nada. Que suceda esto mientras en el país se sigue acusando y defendiendo, condenando y perdonando, apresando y liberando, cobrando honorarios, legislando y escribiendo tratados sobre las leyes.
Los simples ciudadanos observamos escandalizados, las ruinas de la justicia; no estamos seguros si asistimos a la transformación de los malvados en hombres buenos o si se trata apenas de un relevo en la administración de justicia al que todos terminaremos acomodándonos. Pero lo ocurrido hace pensar en una frase tan famosa como espantosa: “El malvado sigue haciendo el mal, el cobarde calla y el tonto aplaude”.