La comunidad internacional, en el marco institucional de la Organización de las Naciones Unidas, promovió y sustentó la suscripción del Tratado de no proliferación de la energía nuclear (1968), para impedir el hipotético y catastrófico empleo de armas atómicas en conflictos bélicos. Como bien se conoce, el dominio de la energía nuclear constituye uno de los logros científicos más importantes del siglo XX, pero su empleo bélico significaría un proceso de autodestrucción de la humanidad. El solo ejemplo histórico de la trágica devastación de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, nos da la voz de alarma en torno a este fenómeno preocupante. Por eso el famoso físico Robert Oppenheimer, quien dirigió la producción de la primera bomba atómica, no vaciló en afirmar públicamente que “la única defensa contra esa nueva arma es su eliminación”, en una suerte de respuesta a su íntimo drama de conciencia.
A la luz del Tratado de 1968, los Estados Partes poseedores de armas nucleares se comprometen a no traspasarlas a nadie, ni directa ni indirectamente, y a no ayudar en forma alguna a otros para que las fabriquen o adquieran. Los Estados no poseedores se obligan a no recibir en forma alguna armas nucleares y a no fabricarlas ni recibir ayuda para su fabricación. El Tratado reconoce, en cambio, el derecho inalienable de todos los Estados a desarrollar la investigación y las aplicaciones pacíficas de la energía nuclear, según sus necesidades, intereses y prioridades. En esa línea se crearon las “ zonas libres de armas nucleares”, como la integrada por los Estados de América Latina y del Caribe, en virtud del Tratado de Tlatelolco, cuyo ejemplo se extendió a otras zonas geográficas.
Por los antecedentes consignados a vuela pluma se advierte que los descubrimientos en torno a la energía atómica marcan un punto de inflexión en cuanto atañe a la seguridad internacional, por sus efectos imprevisibles en conexión con su potencial empleo bélico. Por eso el papel relevante que concierne al Tratado de no proliferación nuclear, promovido e impulsado por las grandes potencias, que han logrado sentar las bases de un “equilibrio del terror”, especialmente perceptible en la época de la fenecida Guerra Fría.
No deja de ser tema de preocupación general el comportamiento de Corea del Norte, cuyo pueblo carece de atenciones sociales básicas y cuyo gobierno sigue empeñado en desarrollar onerosos experimentos de artefactos nucleares bélicos. Fue Estado parte en el Tratado de 1968 hasta el 2003 e integró su zona desnuclearizada. Su singular actitud ha sido cuestionada en el Consejo de Seguridad de la ONU, que ha emitido varias resoluciones sin resultados. Las grandes potencias, en especial EE.UU., siguen poniendo reparos, con diversos matices, a esta misteriosa rebeldía y amenaza del dictador Kim Jong-un.