La rendición de cuentas es una forma de transparentar la acción estatal, una obligación de quienes ostentan funciones o cargos públicos, un derecho de los ciudadanos; una idea democrática cuyo origen se sitúa en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que en el año 1789 proclamó: “La sociedad tiene el derecho de pedir cuentas a todo agente público de su administración”.
En el tránsito desde una democracia representativa, en que la rendición de cuentas era ejercida desde y hacia las instancias legislativas (prácticamente inexistente en la actualidad), a una democracia participativa en la que se multiplican los instrumentos, medios y formas de recibir y exigir cuentas de quienes ejercen el poder por encargo, se requiere de información como condición indispensable para que exista un control ciudadano sobre los asuntos de interés general.
En el 2008 se justificaba de forma entusiasta la participación social, clave en el discurso de los primeros años de la ‘revolución ciudadana’, como medio para reemplazar a la ‘partidocracia’, enfrentar la corrupción y democratizar a la sociedad. Los asambleístas oficialistas -y sus asesores- promovieron la idea de que la ciudadanía controlaría a los políticos, vigilaría la provisión de servicios y fiscalizará la obra y el gasto público.
Los defensores del nuevo diseño constitucional decían que este modelo ‘revolucionario’ transformaría de forma definitiva a un Estado que había sido tomado por intereses particulares.
Muchas personas advirtieron del riesgo (como efectivamente sucedió) de que estas instancias se desnaturalicen por la burocratización de los ‘ciudadanos’ al convertirlos en miembros con salario del ‘quinto poder’, a los que en la práctica se transformó en funcionarios de una instancia cercana al poder político y distante de los ciudadanos que dicen representar.
Ante la pasividad de la ‘Función de Transparencia’, la obligación de rendir cuentas se ha convertido en un acto de mera propaganda, lejano al espíritu democrático en el que se originó.
Se hacen eventos, materiales impresos, piezas de audio o de video, en los que funcionarios y entidades dan a conocer sus ‘logros’, donde se multiplica la autoalabanza y autopromoción; espacios que se usan -con recursos públicos- para atacar y descalificar a críticos y opositores, por fuera de todo control, sin posibilidad de contrastación, revisión crítica o confrontación democrática.
Ahora, gracias (¿no será que pone entre comillas ese gracias?) a la Superintendencia de Comunicación, los medios están obligados a dar cobertura e informar sobre estos eventos propagandísticos; la sanción al diario La Hora -por una supuesta censura previa al Alcalde de Loja por no informar sobre su acto de ‘rendición de cuentas’- es un nuevo capítulo de esta historia llena de absurdos en la que en nombre de fines legítimos se ha ido restringiendo derechos; es claro que lo único que nos queda a los ciudadanos frente a decisiones como esta es resistir, una de las formas democráticas de plantarle cara a la arbitrariedad.