Lo circunstancial, el escándalo de cada día, el episodio semanal, lo que cada personaje dice, lo que corre como chisme en tertulias y en pantallas, esa es, y ha sido, la historia de la política. Esta es la crónica del “ascenso de la insignificancia”, del dominio de lo secundario y del olvido de lo importante. Ese estilo persiste y sigue tal cual. De allí la certera impresión de que andamos en lo de siempre.
En nuestra república coyuntural, el “cambio” siempre fue ilusión vacía, difusa esperanza por la que vota la gente apostando a tener un país distinto. Y ha sido también repetido episodio de frustración, porque tan pronto se evapora el alboroto electoral, el “cambio” queda reducido al desfile de caras nuevas que ocupan el hueco que dejaron las viejas. Los gestos son distintos, pero la sustancia, salvo el envoltorio ideológico, es igual: poder y más poder.
La coyuntura está devorando al porvenir, está devorando a los personajes de la vida pública, que persisten en patear la misma piedra, y está anulando las opciones entre las que el país tiene derecho a elegir. Los jóvenes políticos que se aventuraron en el campo minado de la legislatura -los de la ruptura, por ejemplo- salieron gravemente abollados de un penoso y lamentable episodio de fiscalización que reeditó, con ingredientes algo cómicos, lo de antes. No hubo muñeca de trapo, pero hubo carrito de juguete. No hubo derecha, hubo izquierda. Hubo “confusión” de votos. Hubo ausencias sorpresivas. Hubo limbo. Y hubo el viejo discurso del “aquí no pasa nada”, del “pasemos la página”. El problema es que estamos pasando la página desde que somos país (¿lo somos?). El problema es que seguimos apostando al despiste. ¿Cuándo desenterramos el espejo y nos vemos las caras? ¿Cuándo nos ocupamos de los procesos que caminan silenciosos, mientras la noticia se entrampa en la coyuntura, y se queda en lo pintoresco y en lo repetido?
El riesgo en todo esto radica, primero, en que la gente común se queda en el folclore político, y en que los medios se entrampan también entre los ruidos de cada día. Segundo, en que se afianza la convicción de que la democracia es una especie de espectáculo donde hay actores y máscaras que cambian sin que cambie el libreto. Tercero, en que nadie, salvo los elegidos, sabe a dónde vamos, ni cuál es realmente el plan, ni cómo será la vida en pocos años, si habrá propiedad privada, si seremos todos empleados del Estado, si habrá jubilaciones, si habrá seguridad, si habrá justicia.
Se dirá que hay planificación. ¿Y quién votó por el plan? y ¿quién entendió el sumak kausay? y ¿quién leyó la Constitución para votar? y ¿quien distinguió entre la propaganda y las ideas? Son preguntas que caben, si aún hay como preguntar. Son dudas que asaltan, si aún hay como dudar, porque de dudar se vive, no solo de comer.