La tragedia iraquí

Irak, la tierra del Tigris y el Éufrates, fértil cuna de poderosas civilizaciones y donde según la tradición se ubica la Mesopotamia bíblica en la que la humanidad vio la luz, paradójicamente no sale de la oscuridad; es decir, de la guerra, y no ve cerca la estabilización.

La voraz avanzada de los yihadistas del Estado Islámico de Irak y de Levante (Eiil), un movimiento nacido bajo el paraguas de la red terrorista Al Qaeda, acaba de poner bajo su control toda la provincia de Nínive e importantes zonas de las de Kirkuk y Saladino.

Mosul, la segunda ciudad más grande del país, ya cayó, y las fuerzas integristas se encuentran a 90 km de Bagdad, la capital. Esto, resultado de la incapacidad del gobierno de Nuri al Maliki de consolidar el control tras la salida de las tropas estadounidenses en 2011; y de la impotencia de las jóvenes fuerzas militares que, aunque entrenadas por Washington, han huido despavoridas ante el impulso islamista.

Fruto de eso, más de 500 mil personas han tenido que abandonar sus casas para proteger sus vidas y se prevé que otras tantas se desplacen, con el consiguiente drama humanitario. Tragedia tras tragedia para un pueblo que en su pasado más reciente tuvo que soportar la brutal dictadura de Saddam Hussein, y luego sucesivas guerras de invasión de EE. UU. y sus aliados en 1991 y 2003 que terminaron cambiando el statu quo de un país en el que gobernaban los musulmanes suníes, a pesar de ser de mayoría chií. O si se quiere ir más lejos, la raíz de sus problemas se hunde en siglos de dominación otomana y luego en la forma como en 1920 el mandato británico une provincias para imponerles rey y fronteras.

Hoy, con un chií como primer ministro, un kurdo como presidente y un sector suní automarginado, el Eiil ha puesto en evidencia las dificultades de armonizar un país que solo el cruel Hussein había logrado aplacar a sangre y fuego, y está ahora ejecutando un proceso de reversión de lo conseguido en 11 años de conflicto.

Las ambiciones de los rebeldes no son pequeñas. Como también dominan la provincia de Deir Ezzor, en Siria –nación sacudida por una guerra civil–, pretenden establecer una unidad territorial a través de un califato islámico suní en las regiones fronterizas de los dos países.

Es claro que muchos de estos movimientos radicales islamistas que alguna vez funcionaron bajo el sello de Al Qaeda están aprovechando el vacío de poder en varios estados para imponer su propósito de establecer un califato cuya Constitución sea el Corán. Y paradójicamente la primavera árabe, que era una lucha refrescante en busca de aperturas democráticas, al debilitar estos regímenes abrió las puertas a estos grupos aún más inquietantes que las dictaduras que combatían. Un remedio peor que la enfermedad.

Es el caso del Eiil. Formado por antiguos oficiales del ejército de Hussein y por miles de milicianos fanáticos, ha llegado a tal grado de salvajismo que Al Qaeda lo separó de su plataforma.

La situación pone en un dilema a la administración estadounidense de Barack Obama. Por una parte, crea dudas sobre la utilidad de la intervención del 2003, y por otra podría hacerle replantear su política hacia el país si se tiene en cuenta que una de sus banderas era la retirada de tropas de los conflictos en Afganistán e Irak. Ahora se anuncia que Washington contempla “todas las opciones” para apoyar al gobierno iraquí. Por eso, urge una rápida y efectiva intervención en Irak, no solo por el bien del país de los dos ríos, sino por toda la región, que no aguanta un polvorín más.

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