En torno al uso de la fuerza

Uno de los principios incorporados al Derecho Internacional contemporáneo es el que proclama la renuncia al uso de la fuerza en las relaciones internacionales como medio de solución de las controversias entre Estados. Es un logro doctrinario si se toma en cuenta que el clásico derecho de gentes consideraba que antaño el recurso de la guerra representaba un atributo de la soberanía estatal, razón por la cual se establecieron normas reguladoras de la conducta de los beligerantes, que procedían de las costumbres y leyes de guerra. La transformación del uso de la fuerza a la normativa actual se produjo en el siglo XX , entre las dos guerras mundiales.

El Pacto de la Sociedad de las Naciones (1919) dio el primer paso al disponer que sus miembros “….en ningún caso deberán recurrir a la guerra antes de que haya transcurrido un plazo de tres meses después de la sentencia de los árbitros o de la decisión judicial del dictamen del Consejo”. El Pacto Briand Kellog (1928) siguió en la misma dirección con su Tratado de renuncia a la guerra. Ello no obstante, fue en el marco de la Carta de la ONU (1945) donde el principio alcanzó plenitud, a la luz del artículo 2.4: “Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas”.

Este tema se conecta directamente, por cierto, con el objetivo prioritario de la ONU que es el de mantener la paz y la seguridad internacionales, mediante un sistema de seguridad colectiva, que contempla la solución pacífica de las controversias. La seguridad colectiva consiste en el mantenimiento de la paz y la seguridad por las instituciones internacionales y no por los Estados en sus relaciones autónomas. De ahí se deriva el compromiso de los Estados miembros de renunciar al uso de la fuerza y transferir soberanamente su poder al Consejo de Seguridad, que según la Carta tiene el monopolio del empleo legítimo de la fuerza en representación de la comunidad internacional con dos excepciones: la legítima defensa (Art. 51) y la acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión. La legítima defensa debe constituir la respuesta a una agresión armada previa y ha de concretarse en unas medidas necesarias y proporcionadas.

En la actualidad, unas organizaciones terroristas son fuente generadora de tensiones y violencia en varias latitudes del planeta. El autodenominado Estado Islámico se nutre de una barbarie cimentada en un fanatismo atroz. A raíz del ataque del 11 de septiembre de 2001, el Consejo de Seguridad declaró que los actos de terrorismo constituyen una amenaza para la paz y la seguridad internacionales.

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