Torero solo

Ataviado con oropel taurino, el hombre está de pie en el centro de la plaza. Está solo en aquel círculo de luz; él y su sombra, señera y única, persistiendo en la ardiente arena. Espera en vano que se abra la puerta del toril a la que mira con tensa fijeza. Pero la puerta no se abre ni a la lidia se lanza el toro, su permanente antagonista. A su memoria acuden las imágenes de otras tardes de gloria cuando desde los colmados tendidos, ahora vacíos, estallaba la fiesta y en el coso discurría la muerte en forma de un oscuro animal herido. Oficiante de un rito tantas veces repetido siente que, de repente, se ha vaciado el sentido de aquella ceremonia. Le oprime el recuerdo de esas tardes de pañuelos al viento, de trompeta y pasodoble, con rejoneadores y más mozos de cuadrilla, comparsa engalanada con atuendos dieciochescos y a la que la modernidad ha relegado al museo de la memoria. Ahora, el silencio paraliza su gesto.

Emblema de valor, fuerza y bravura fue siempre el toro en la civilización mediterránea. La lidia del toro bravo rememora ese eterno duelo al que obliga la ley de la vida que decreta la supervivencia del más osado: la supremacía del espíritu y la inteligencia racional sobre la mera fuerza y el instinto. Divinidad feroz, habitante en su dédalo fue en Knossos. Sin su astada figura empobrecidos quedarían el mito, el arte y la literatura de Occidente que lo evocaron en el trance de lo agónico, -de la lucha-, de la bizarría y aun de lo aciago. Como imagen simbólica, el toro de lidia fue adquiriendo significaciones según han ido corriendo los tiempos. Goya, Picasso, Hemingway y Lorca, cada uno a su guisa , vieron en el espectáculo taurino a una España paradójica, una España barroca de luces y sombras, una fiesta en la que, entre la gala y la pompa, se trasunta la tragedia, el destino de un pueblo avocado a otras lides: la opresión napoleónica (Goya), la dictadura franquista (Picasso, Lorca). “Como el toro he nacido para el luto y el dolor”, escribió Miguel Hernández desde la prisión hermanando así su destino al del valeroso animal acosado.

De rezago de primitivas barbaries ha sido calificada la corrida de toros. Frente a la exaltada adhesión de los taurinos se yergue la actitud, no menos fanática, de impugnadores. Para estos, la fiesta brava, imagen y herencia de la España tradicional, debería ser abolida en nombre de principios éticos, de derechos de los animales. Aparte de la ética y la libertad conculcada la fiesta taurina está muriendo por algo más hondo, habiendo sido la alegoría de una sociedad con otros valores, hoy ha devenido en metáfora vacía, pues desaparecido el referente, el significado se evapora. El torero con su anacrónica estampa permanecerá solo en la plaza, su antagonista no llegará a la cita.

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