Diego Ordóñez
El taxista se detiene con gesto indiferente. El tráfico atestado se tapona. El conductor del vehículo que se coloca tras del taxi y el siguiente y el siguiente, agitan las manos y aprietan los pitos. El taxista forjado en el quemeimportismo de la calle no se inmuta.
Aún menos los lerdos pasajeros que a paso de funeral caminan hacia el taxi. La esquina es agitada. En el lapso que demora el cambio de semáforo se suceden varios eventos similares. Otros los protagonizan conductores de vehículos de uso particular; choferes de buses. Todos, cuando necesitan hacerlo, aparcan el vehículo en la calzada y el ambiente abusivo de ruido, esmog y desorden, se agudiza. En el tránsito pedestre por la ciudad, ese primer impacto de la realidad de la vía pública, desalienta el intento. Desde la vereda se observa la dura competencia entre buseros en apresurada batalla. Mientras sus motores crujen, arrojan unas caudas de hollín. Los acostumbrados peatones reciben el baño de humeante negrura apenas con un fruncimiento. Los menos buscan tapar sus bocas.
Mientras avanzo vuelvo la mirada hacia paredes. Todas llenas de garabatos que no alcanzan a grafitis. Letras, palabras, insultos, ofrendas de amor, retorcidas líneas de abstractos. De todo hay. Suciedad visual. Basura en los muros que aportan al afeamiento.
Quiénes serán, me pregunto, los que aerosol en mano han tomado la tarea de manchar calles y puentes. Serán, me respondo, los canallas de los que usan las murallas como papel?
El aire se percibe contaminado. Apestoso. Las sendas de tránsito a pie, deterioradas, con grietas, en desnivel. Insuficientes árboles. La hostilidad del ambiente reduce la magia de caminar por la ciudad observando a la gente pasar y pasar. Insultar a un ser humano, arrojarle el auto con brutalidad, romper un árbol, maltratar un perro, son comportamientos proscritos, o deberían serlo, así no haya ley positiva que los proscriba, porque naturalmente las personas debemos sujetarnos a esas reglas esenciales que hacen armónica la coexistencia. Son regulaciones que surgen naturalmente del sentido de respeto al congénere y a cualquier forma de ser vivo.
La respuesta para enfrentar el vandalismo consuetudinario de trolls tolkianos usualmente la reenviamos a la autoridad. Que sea el alcalde, el que regule, arregle, el que evite. Claro que tiene responsabilidad en hacer vías y veredas decentes, y parques y jardines decentes. Lo que no debe exonerar a nosotros, ciudadanos de a pie a ejercer nuestra ciudadanía increpando al abusivo, movilizando a otros a defendernos de los que han jurado fastidiar diariamente al resto. De cuidar el entorno físico. De devolver la basura que igual el encorbatado o el emponchado arrojan con desdén en la vía pública. Y si algo habría que pedir a la autoridad, antes que leyes y obras, es operar en la conciencia con campañas de civismo, respeto y sentimiento de comunidad.