Mucho antes de que Miraflores impartiera la orden absurda: “¡No toquen a mis buhoneros!”, que desencadenó la avalancha escatológica e improductiva de la buhonería llamada por el chavecismo “economía informal” pero considerada por Antonio García Ponce en su libro ‘Adiós a las izquierdas’ como una de las características del “comunismo a la venezolana”, andaba yo con mi mujer por el bulevar de Sabana Grande cuando un hombre pasó a nuestro lado y ella comentó: “¡Ese hombre es del signo Tauro!”.
La miré asombrado porque no sabía que fuese conocedora de las vidas astrales o lectora de los horóscopos dominicales. Sé que no levanto cabeza desde que supe que soy Capricornio, el bicho más raro del zodíaco con cuerpo de chivo y cola de carite; pero me inquietó que mi mujer supiese que aquel hombre fuese del signo Tauro: un conocimiento que revelaba cierta intimidad. Me inquieté, además, porque, lascivo, picándome el ojo y viendo fijamente a mi mujer apareció el toro, el gran fecundador en los grandes mitos. ¡Era para preocuparse! Confieso que para entonces no escuchaba bien. En la hora actual oigo mejor porque uso unos costosos audífonos retroauriculares de avanzada tecnología que sólo me quito cuando habla el Presidente.
Lo grave no es que yo lo sea, sino que sean sordos quienes manejan el país y no oigan, no quieran escuchar o se hagan los sordos ante las quejas, demandas y protestas de los ciudadanos.
¡El autócrata ni siquiera oye a sus ministros! Es frecuente escuchar frases como: “El Presidente desestimó la gravedad de los planteamientos”; “el Ministro minimizó las protestas de los sindicalistas”.
La autoridad jamás reconoce una equivocación. Prefiere manipular, prometer y engañar.
Hosni Mubarak, siendo egipcio, trató de hacerse el sueco con la muchedumbre agolpada en la plaza Tahrir. El fracasado Régimen militar bolivariano insiste en mentir, agredir y criminalizar las protestas, y en Cuba las cárceles están llenas de disidentes. Sordos, los gobiernos autoritarios prefieran abrir las compuertas del infierno antes que reconocer y aceptar sus torpezas.
En aquel bulevar de Sabana Grande lleno de tiendas elegantes, librerías concurridas, mesitas en la calle y con el toro dispuesto a embestir terminé increpando a mi mujer.
Fue como si, en lugar de la doble naturaleza de cabra con cola de pescado que soy, me hubiese transformado en un Otelo atormentado por una suspicacia más terrible que el pañuelito de la desventurada Desdémona: “¿Cómo sabes tú que ese hombre es Tauro? ¿Qué pasa contigo?”. Perpleja, desconcertada, mi mujer respondió: “¿Cuál Tauro? ¿Cómo voy a saberlo? ¡Lo que dije es que ese hombre se parece a Antonio Lauro!”.