Salvo cuando juega con Ecuador (que es un drama aparte), soy hincha de Argentina desde que tengo uso de razón. De la Argentina, del tango y del Deportivo Quito, que originalmente se llamaba Argentina. Uno ignora a esa corta edad la magnitud de la decisión que ha tomado; demasiado tarde descubrirá, como lo anotó Vásquez Montalbán, que se puede cambiar de todo en la vida, de mujer, ideología, apellido, nacionalidad, hasta de sexo, pero no de equipo de fútbol.
Al principio me fue bien: los “caras sucias” deslumbraron en el Sudamericano del 57 en Lima y se autodesignaron como los próximos campeones del mundo mientras el Quito ganaba los campeonatos de Pichincha. Pero, atorrantes y mal entrenados, les fue pésimo a los argentinos el 58, cuando se coronó el Brasil del jovencito Pelé, y no volvieron a alzar cabeza en un Mundial hasta el 78, campeonato que no cuenta, pues estuvo manchado por una dictadura militar torturadora y hasta por la acusación de soborno a jugadores peruanos para que se dejarán meter una goleada indispensable. Acá, el Deportivo Quito ganaba su último campeonato nacional el 68 y deberían pasar 40 años, toda una vida, para que volviera al podio; aunque, fieles a su instinto suicida, el mismo rato de la victoria los chullas despedían al entrenador que la había logrado.
¿De Ripley? No, y a eso voy: el 86, Maradona armó un equipo a su alrededor, ganó el Mundial, lo nombraron dios y se dedicó a una metódica autodestrucción, cuyo último aletazo fue el patético equipo de Sudáfrica 2010. Ahora, sin besar una Copa América desde el 93, la albiceleste tropieza en cancha propia y millones de fanáticos esperan que les siga salvando un mesías infantil que solo pide que le quieran. Quienes tratan de entender este rollo desde el fútbol, las estrategias, los números, los volantes de contención, están perdidos; todo esto apesta a melodrama, a tango y bandoneón. Allí reposa la explicación, en esa melodía individualista, hecha de lamentos y rencor, donde el amante traicionado se mira en el crack desahuciado, y la invocación de ayuda divina para las penas de amor es la misma que se eleva al caudillo político y al iluminado del balón. Gardel, Evita y Maradona.
Por eso, recién cuando escuchó pifias ensordecedoras y una andanada de insultos el chico Messi se convirtió súbitamente en hombre, en argentino, y entendió que estaba representando un papel que superaba a la cancha, un drama mucho más grande y más hondo, como bien lo saben las directivas suicidas del Deportivo Quito. No basta ganar un partido, ni dos, ni siquiera una copa. Si el corazón entusiasta del hincha anhela la victoria, el tango que anida en su alma exige la derrota y el dolor. Vida y muerte, Eros y Tánatos, sabemos quién gana a la larga.