Parece que es necesario volver a las tablas de multiplicar, a las sumas, a las restas y a la lógica elemental, porque estamos sumergidos en un mar de confusiones. Muchas cosas están patas arriba y, en otros tantos asuntos, lo blanco parece negro y lo tonto inteligente. Me temo que el sentido común se ha evaporado. El exceso de información ha enredado las pautas básicas de comprensión y está ahogando la capacidad de juicio, en la que se asientan la sociedad y la República. La democracia ha sido la primera víctima que después de tanto tráfago político ha quedado vaciada de contenido. Pronto le llegará su hora a la cultura.
El Estado, que en los tiempos d e vigencia de los derechos era el instrumento al servicio de las personas, se ha transformado en fin en sí mismo, en destino de la gente, en objetivo de las vidas y en justificación de todas las renuncias y de todas las sumisiones. El mercado, que fue espacio para transar bienes y servicios, ahora es capilla y catedral. El poder y el dinero son las novísima divinidades que ha desplazado con sobrada ventaja a las otras. El acomodo ha enterrado los rigores que imponía la integridad. Las justificaciones son, en muchos casos, la sustancia de conductas censurables, y el disimulo es el expediente que se emplea cuando la ofensa a los principios rompe la tranquilidad en que vegeta la mayoría de la parroquia.
La palabra es otra víctima del mundo patas arriba, y en lugar de ser signo de civilización, es dardo para herir y piedra para golpear. La palabra, salvo las notables excepciones que confirman la regla, ha quedado derogada por los gritos. En muchos foros, se impone al menos la sorna o el simple disparate, o quizá la chanza que reafirma la certeza de que andamos por la ruta del ascenso de la insignificancia.
Todo esto, sin embargo, parece normal, al punto que quien no comparte tan abrumador estilo de vivir, corre el riesgo de sufrir la capitis diminutio de la descalificación, cuando no cosas peores. Todo esto hace pensar que, a lo mejor, es verdad aquello de que vivimos en circunstancias en que va naciendo otra “cultura”, hecha con la sazón de la intolerancia y al fuego lento del desparpajo. Me temo que se ha inaugurado el tiempo de la desmesura.
Parece llegado el momento de sugerir que todos volvamos a la serenidad y que reivindiquemos ese principio que es el sustento de las sociedades civilizadas: la tolerancia, que volvamos a admitir que existen “los otros”, que hay diversidades culturales, pero también diversidad de pensamiento, que admitamos la idea de la democracia sin posibilidad real de elegir entre opciones, simplemente es una ficción; que en el mercado debe haber competidores y que en la política hay adversarios, por supuesto, pero jamás enemigos, porque finalmente todos somos hermanos, ya que a todos nos cobija bajo su abrazo la misma bandera.