Una pregunta artera: ¿la ciudad hace a la gente que vive en ella, o la gente, a la ciudad en que vive? En un reciente conversatorio, se dijo que una ciudad feliz es una ciudad que sonríe. Ante esta frase sugerente, me pregunté de qué habitantes de la ciudad cabe esperar la sonrisa que muestre la dicha ciudadana.
Para ver sonreír a alguien hay que andar por la calle con los ojos abiertos; en carro, nadie sonríe; ¿será que si cualquier clase de posesión nos vuelve distintos, severos, intransigentes, la del carro, la de los carros grandes y más aún la de los lujosos, gracias a los cuales, casi maquinalmente, medimos los ‘demás’ el valor de sus presuntos propietarios, nos desencaja aún más? Con rarísimas excepciones, los choferes de buses, busetas, taxis o carros particulares son hoscos y agresivos: su mirada, sus gestos, duros como golpes; no ceden el paso: nada conceden al chofer ‘vecino’, al que viene atrás o al que va delante y, aún menos, al peatón. No los miremos como a representantes idóneos de la ciudad, ya que han blindado su posible sonrisa tras latas y vidrios vanidosos. Tampoco vemos sonreír a los jóvenes policías que dirigen el tránsito. Los miro en las esquinas y quisiera agradecer su valioso trabajo, pero ellos no miran a los individuos comunes y corrientes. ¿Su autoridad exige una actitud abrupta? Su labor no es fácil, sea dicho en su defensa. Alguna vez he recibido gestos amigables de un policía en moto, y, aunque la moto no sea la respuesta, es comprensible que el policía motorizado se sienta más dueño de la realidad, y que en el motor se halle el secreto de su amabilidad…
De los ciudadanos de a pie, de los que forman largas colas en espera del bus ¿es justo esperar una sonrisa?; ¿lo es, de las personas que van a recibir el bono de desarrollo humano; de los vendedores de chochos, tostado, baratijas; de los niños con hambre?
Los que paseábamos por el chaquiñán entre Cumbayá, Tumbaco y más allá, camino digno de sonrisas agradecidas, debíamos competir con los ciclistas que asumen las vías como suyas: más de una vez oí desde las bicicletas, reclamos a gritos destemplados a los peatones porque no tomaron su derecha o porque la tomaron a destiempo. Y los de a pie solos, en parejas o en tríos, no miran al que pasa, nadie saluda a nadie. Nadie sonríe.
Si estas actitudes no son muestra de dicha ni de infelicidad, algo nos indican: quizá la soledad, la intolerancia, la indiferencia, la pequeñez de complejos y contaminaciones interiores. No somos una ciudad infeliz. Los extranjeros nos sienten amables, sencillos, generosos, y así somos con ellos. Pero, entre nosotros, mostramos un rostro acerbo a quienes no tienen la ‘suerte’ de conocernos… Los habitantes de arriba, los de un poquito más abajo, los del centro, acomplejados y egoístas, absortos en nuestras superioridades, somos mal educados. Los de abajo y más abajo son víctimas de inequidad e injusticia; sus niños reciben de ‘maestros’ y padres, resentimiento, desprecios y complejos. A unos y a otros, ‘educados’ así, ¿es justo pedirnos que sonriamos?