Stornaiolo, iconoclasta

La figura romántica del artista maldito obtuvo carta de ciudadanía en París con poetas como Baudelaire y Rimbaud, y pintores como Toulouse–Lautrec y Modigliani, quienes se autoinmolaban con la absenta y el desarreglo de los sentidos. Su correlato político fueron los revolucionarios, ‘maquis’ y guerrilleros que apostaban la piel contra el poder. Y casi siempre la perdían.

Pero las vanguardias artísticas y políticos terminaron de desvanecerse a fines del siglo XX, cediendo paso al dominio definitivo del marketing.

De esa vieja escuela que exigía llevar la experiencia vital hasta el límite quedan unos pocos estropeados sobrevivientes. Uno de ellos es el pintor Luigi Stornaiolo (Quito,1957) con quien intercambiaba aforismos de Ciorán cuando nos cruzábamos en las calles de La Mariscal a principios de los años 90, época en la que pictóricamente iba alcanzando la plenitud de su lenguaje al tiempo que descendía a los infiernos y aquelarres empujado por una esclerosis traicionera que él conjugaba con los óleos, el alcohol y otras hierbas que expanden la percepción burguesa del mundo y desafían a las buenas costumbres.

No digo que sea recomendable esa forma de vida, como tampoco lo es –sobre todo en estos meses de ilusionismo electoral– la adicción a los aforismos del filósofo rumano Ciorán, quien escribió que “la esperanza es la forma normal del delirio” y que “el éxito es un malentendido.” Todo tiene su precio: si unos pagan con el pellejo la búsqueda de la revelación, otros venden su alma al diablo por las mieles del poder. Caduno caduno, yo prefiero a los primeros.

¿A qué viene esto?A que he leído con retraso la sacudida serie de entrevistas realizadas por el poeta Andrés Villalba, que tituló a su libro ‘Luigi Stornaiolo. El arte de la digresión’, como recalcando que es en la delirante y despelotada cabeza del pintor, bajo sus pelos inteligentes y alborotados, donde radica su encanto. Lo prueban esas misteriosas, dispersas, a ratos profundas, muchas veces irónicas, poéticas y lúcidas respuestas de este exalumno salesiano, hincha del Nacional (porque el papá le llevaba al estadio) y miembro indeclinable de una generación excepcional de pintores que también se truncó con el siglo y la crisis bancaria.

Sin mayor escuela, Luigi cuajó su lenguaje esperpéntico y no cedió a las veleidades del arte conceptual. Además, en una capital de egos provincianos, hoy tiene la elegancia italiana de no tomarse en serio y asumir con leve cinismo su caída, al tiempo que reconoce la calidad de pintores como Marcelo Aguirre, Jaime Zapata y el mayor Guayasamín.

Con este libro ágil y coloquial, Villalba ubica en la galería de personajes quiteños a un pintor iconoclasta que encarna con desparpajo y humor las contradicciones, pasiones, logros y fracasos de su generación.

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