Luego de los tiempos de Fujimori y Montesinos, se percibía que en el Perú los gobiernos de Toledo y Alan García, habían logrado implantar una democracia postraumática. Una etapa de gobernabilidad que marcaba rutas similares a las de Chile o Uruguay. Era evidente que los gobiernos promovían un gran crecimiento económico y aspiraban -al parecer sin mayor éxito- a ejecutar una coherente política social. En estos años, el Perú ha registrado cifras económicas de gran importancia para su desarrollo, no ha sufrido inestabilidades políticas, pero no ha superado los graves índices de pobreza e inequidad que, aunque son históricos, deben ser la causa del actual dilema: o un gobierno populista de derecha u otro de izquierda. Keiko busca continuar con un modelo económico que ha sido exitoso y probablemente asegurar algunas políticas que logren iniciar la reparación de las profundas grietas sociales.
Humala, por el contrario, es un nacionalista que puede resultar peligroso en esta segunda década del siglo XXI, pero que con sutileza desarrolla una especial asepsia respecto de lo que es el chavecismo que tanto estrago causa en los países vecinos. Obviamente su gobierno dará una giro más hacia lo social que a la economía y ha ofrecido cumplir con las bases mínimas de la democracia en América Latina, a pesar de los ciclos de impopularidad que con los que se tropiece. Esta abjuración de posiciones anteriores implica el respeto a las libertades públicas y ciudadanas, a la libertad de expresión y a la división de las funciones del Estado.
Este diagnóstico del pasado no tiene mayor novedad en su exposición. El enigma radica en descubrir cómo fue posible que después de varios gobiernos liberales la opción mayoritaria del pueblo peruano haya sido escoger a líderes populistas. Incompresible, cuando todo apuntaba a que ese país desarrolle políticas de Estado con gran inserción en el proceso de globalización mundial.
Para explicar esta insólita voluntad del pueblo peruano se podría ensayar como hipótesis que para las élites de algunos países latinoamericanos, lo económico por sí solo arrastra la estabilidad y la paz política. Un absurdo cuando la situación es exactamente al revés; de lo contrario, Pinochet seguiría gobernando a Chile. La experiencia del siglo XX es que cuando se consolida una democracia, este proceso proporciona estabilidad y fundamenta el desarrollo económico. Solo de esa manera se pudo llegar en Occidente hasta un Estado de Bienestar, a diferencia de los resultados del nazismo y el comunismo que, paradójicamente, son los grandes nutrientes de los neopopulismos que en nuestro continente tienen plena vigencia por la vía de la reelección. Por estas contradicciones o ignorancia es que para algunos sectores en nuestro país siguen vigentes las primeras lecciones de Fukuyama, creen que la historia se acabó y que la política es para los otros; es decir, son los primeros promotores del chavecismo .