Día tras día, los medios nos traen nuevos episodios de un culebrón vergonzoso que, según afirman algunos comentaristas, nos tiene morbosamente entretenidos mientras la economía espera las medidas de fondo que son indispensables. Otros comentaristas hablan de las leyes que es urgente reformar o derogar y que no se reforman ni derogan, y de los organismos perniciosos que es preciso suprimir y aún no se suprimen; pero es obvio que esas últimas son decisiones para los cuales no basta la voluntad del gobernante, puesto que no pueden adoptarse sin la participación del órgano legislativo, cuya mayoría no parece inclinada a colaborar con las intenciones presidenciales. Por lo demás, el tema del culebrón no atañe solamente a los fondos del Estado, sino también (y sobre todo) a los principios morales de cualquier sociedad civilizada, y lamentablemente es imperioso que se sigan descubriendo las “linduras” que han adornado la vida secreta de las entidades públicas durante los años precedentes.
Algo nos dice, sin embargo, que los bochornosos episodios cotidianos no son más que fuegos de artificio. Lo pensamos cuando nos enteramos de que la Fiscalía ha presentado cargos contra la segunda autoridad de la República, y el presunto culpable anuncia que se defenderá ante los jueces y no renunciará a su cargo porque asegura ser inocente: a fin de probarlo, incluso pide antes de hora a su partido que autorice su enjuiciamiento, pero es muy probable que esa autorización no llegará.
Esta situación me trae a la memoria otro escándalo, ocurrido hace poco más de cien años. Me refiero al affaire conocido como “la venta de la bandera”, que no fue la causa, pero sí el detonante de la revolución alfarista. El culpable de aquel negocio que ofendía el honor nacional, fue Plácido Caamaño, miembro de la “argolla” y expresidente que a la sazón desempeñaba la función de gobernador de Guayaquil; pero fue el presidente Luis Cordero quien asumió la responsabilidad por haber nombrado a quien no lo merecía: lo hizo por el sentido del honor que tuvieron nuestros padres.
¿Es posible esperar ahora que el presunto responsable haga lo mismo? Al parecer, los tiempos han cambiado tanto, que los viejos valores ya han perdido su vigencia. Subsisten, no obstante, ciertas consideraciones de orden práctico. ¿Qué autoridad podrá tener un funcionario en el caso de recibir al final una sentencia absolutoria, si no se disipan las sombras de la duda sobre la rectitud de sus procedimientos? No se trata de un imposible supuesto: después de la polarización que ha sufrido nuestra sociedad, hay razones para pensar que así podría ser el desenlace de esta historia, porque es evidente que acusadores y acusados son parte del mismo “proyecto”.
“¡Hay algo podrido en Dinamarca!” –exclama el príncipe Hamlet en la que acaso sea la más conocida obra de Shakespeare. Nadie quisiera que estas durísimas palabras pudieran ser aplicadas a un país que nos ha dado todo lo que somos.