Mi relación con el mundo virtual, las redes sociales y el correo electrónico es caótica.
Hace años llamaba a mi mamá una vez al mes desde Bogotá para contarle qué me había pasado, y parecía una conversación de cuerpo presente. Ya no llamo a casi nadie: todo es texto. Estoy horas en el computador resolviendo cosas con mensajitos, opinando por escrito. Sigo pegado al computador, aunque no tengo celular: me relaciono con la gente cara a cara o por escrito. ¿Cuándo tendría tiempo para contestar? Mi teléfono fijo se llena de mensajes, que borro cada dos o tres meses, cuando descubro que algún amigo pasó por Bogotá o me perdí una comida divertida.
Sin celular ni tableta, me sorprende ver cómo se “conecta” la gente. Hace años, en la biblioteca de Santo Domingo, en Medellín, descubrí que dos jóvenes sentados lado a lado en los computadores estaban conversando entre sí: podían tocarse pero preferían mandarse mensajes. En la pantalla uno es más rico, más inteligente, no le falla la voz, disimula la duda. Ahora, en las reuniones, la gente no está con los presentes, sino con los que están lejos. Hay congresos donde casi nadie, después de horas de viaje, oye al conferencista, pues está contestando correos, mandando trinos, revisando el Facebook para estar en contacto con gente de las redes, más real que la de verdad.
Abrí un Facebook y ahora tengo centenares de amigos desconocidos: me siento descortés si rechazo una solicitud de amistad. Son tantos que no tengo tiempo para ver allí lo que hacen mis hijos o mis amigos de siempre: ya me resigné a verlos solo en carne y hueso.
He estado leyendo un libro, Together Alone, de Sherry Tuckle, a la que hace años agradecí que me explicara lo que decía Jacques Lacan, el incomprensible. Tuckle reflexiona sobre cómo estamos reemplazando el vínculo real con los demás por una relación más segura y predecible con fantasmas virtuales o máquinas. Claro, nos inquietamos porque no nos llenan, y gastamos más y más tiempo en esos contactos. La sensación de estar vivo se logra con una respuesta, un ‘me gusta’, desde una infinita red anónima. La autora habla de los robots que cuidan a los viejos cuando sus familiares dejan de hablarles. De los nuevos robots sexuales, infatigables y atléticos, que no engañan ni abandonan y que hacen gestos de afecto si uno los trata bien. Ya hay propuestas para que uno pueda casarse con un robot, y también acusaciones de sexistas a los que quieren negar este derecho, limitar la vida de quienes se han enamorado de su máquina. Pronto podrán engañarnos, contar chismes, abandonarnos, divorciarse. La simulación debe parecerse cada vez más a la realidad.
Mientras tanto, trato de que en mi banco un empleado, por teléfono, me dé una clave. Él no puede hacer nada, no tiene autorización, está prohibido. Exasperado, le pido que me comunique con una máquina, que quizás pueda entenderme mejor.