Ya en el último tranco de este borrascoso 2012, ocurrió una de las más increíbles paradojas, según la revisión de los principales acontecimientos.
Obviamente que para quienes hayan sido testigos inmediatos del suceso, esta habrá sido conmocionante y lo recordarán por largo tiempo, pero el hecho en sí mismo, para todos los demás –y aquí comienza la paradoja– transcurrió sin pena ni gloria.
Entre el último día de octubre y la vigilia llamada de Todos los Santos, en los ritos propios del Catolicismo, cumplió nada menos que medio milenio, la que es la más importante o por lo menos, una de las más importantes capillas de la Cristiandad, la Capilla Sixtina, así designada por el Papa Sixto IV, de la familia que la había mandado a edificar, con el propósito de que sirviera como la Capilla particular de los Pontífices, y años más tarde, orlada por el genio incomparable de Miguel Ángel Buonarroti, acaso el más poderoso creador que recuerda la humanidad. Creyentes o no creyentes se han extasiado con las escenas en las cuales Miguel Ángel fue desenvolviendo los “frescos”, las visiones que plasmara sobre la creación del género humano, en las irregulares superficies del cielo raso, y tiempo después en la pared posterior del altar mayor.
El despacho de una de las agencias internacionales de noticias, recordó que los “frescos” han sido estimados como “obra maestra de todos los tiempos” y que a juicio de Giorgio Vasari, el crítico renacentista, constituyen “la luz de nuestro arte”.
Se ha mencionado a propósito de Miguel Ángel, genio sin duda, pero d e temperamento difícil hasta decir basta, el dato de que si bien el combativo Papa Julio II –el de las aventuras militares y sucesor del penoso Alejandro VI– había confiado la obra de la techumbre interior al pintor, “tuvo que esperar desde 1508 hasta 1512, para admirar el trabajo terminado, una obra insuperada con cientos de figuras y escenas tomadas por las Sagradas Escrituras…destinadas a remplazar en la bóveda al magnífico cielo pintado por Piermatteo d’Amelia…, que a su vez se había inspirado en la Capilla de los Scrovegni, de la ciudad de Padua”.
Para la época del encargo del impetuoso Julio II, Miguel Ángel no era un desconocido, sino que se había hecho célebre en la bellísima ciudad de Florencia, capital entonces del ducado de Toscana, sobre todo por las obras de escultura y, particularmente, por la representación del David adolescente, en mármol. Y para rematar sus vínculos con la Basílica de San Pedro, anciano ya Miguel Ángel y siempre quejoso de su mala salud, no se acobardó de asumir la construcción de la formidable cúpula.
Siempre oportuno y profundo, el actual Pontífice Benedicto XVI ha dicho con ocasión del medio milenio: “Con intensidad y expresividad única, el gran artista representó al Dios creador, su acción y su fuerza para decir con evidencia que el mundo no es un producto de la oscuridad, de lo absurdo, del azar, sino que proviene de su inteligencia, de la libertad”.