La ley está atrapada entre el poder del Estado y los derechos de las personas, entre la represión y las libertades. La ley, quizá la más importante invención de la cultura occidental, inspirada como estuvo en la necesidad de proteger al individuo, ha derivado, sin embargo, y cada vez con más frecuencia, en eficiente herramienta para imponer unilateralmente tesis y afianzar ideologías. Esos son los problemas: la naturaleza y los límites de la ley.
El tema de fondo no es ni la democracia formal ni la república de papel ni la Constitución transformada en vestuario del poder. El tema de fondo es la verdadera función de la ley, su legitimidad, su justicia, sus límites. Me pregunto, ¿para qué sirve la ley? Y me pregunto también si cuando se la inventó, ¿se lo hizo en realidad con el afán de frenar a los gobiernos, de crear responsabilidades a los políticos, de contar con reglas claras y justas, y de preservar la propiedad? ¿O se la imaginó para fortalecer los cerrojos, para ponerle obstáculos al ejercicio de las libertades, articular el miedo, inventariar las penas y articular la sumisión?
Parecerá ocioso y aburrido plantearse ahora esta pregunta.
Parecerá tema soso, propio de abogados o de profesores despistados. Sí. Esa duda me asalta también a mí en el mundo pragmático y acelerado en que vivimos. Pero vuelve la pregunta y me revolotea con insistencia cuando hago la cotidiana excursión a los juzgados, a las cortes y a las dependencias públicas. Renace la duda cuando me llega la noticia de los cientos de normas que se expiden con una vehemencia que asusta; y más aun cuando veo cómo infinidad de dependencias públicas, que no son legisladores ni nada parecido, emiten “leyes” –que llaman resoluciones-, que reforman derechos y cambian esquemas de la gente.
Me pregunto esto cuando las inefables páginas Web interpretan lo que está en los códigos, condicionan el texto de los contratos y “nos dan pensando”. ¿Radicarán la soberanía y el pensamiento en un sistema informático?
Ocioso o no, me parece que es urgente preguntarse para qué sirve la ley, si hay derechos fuera de ella, o si todos ellos dependen del humor legislativo, de la forma de entender el poder, del concepto que algunos tienen de la justicia. Además, y esto es lo más serio, hay que pensar en el “valor” que la sociedad le otorga a la ley, si ella constituye un referente, si entre los temas en que creemos está el sentido de legalidad.
Y si de algún modo sobrevive ese concepto del honor sobre el cumplimiento de la ley, de aquel compromiso con uno mismo que practicaban los antiguos.
Las sociedades viven en torno a creencias que las articulan, abrazan y consolidan.
¿Será el respeto a la ley una de esas creencias? ¿O será, en nuestro caso, la ficción que nos consuela?