¿Por qué preferimos y nos deleitamos con los hombres duros? ¿Por qué exigimos y nos deleitamos con la mano de hierro y con los llamados al orden? ¿Por qué glorificamos a los caudillos, les erigimos estatuas en cada pueblo, nombramos calles y bautizamos partidos políticos con sus nombres? ¿Por qué no existen ni sobreviven los partidos políticos organizados, con bases, militantes verdaderos y constantes, postulados ideológicos coherentes, que duren más allá de las próximas elecciones? ¿Qué fascinación tiene para nosotros la política personalizada, la refundación del país cada vez que hay un trasvase de poder, un cambio de liderazgo? ¿Por qué elegimos una y otra vez a los mismos caciques? ¿Por qué nos aburren a morir los políticos serios, los políticos que hacen un esfuerzo verdadero por cambiar el orden de las cosas?
Porque –esta es mi teoría de este domingo- identificamos a los líderes políticos con capataces que nos mandan, con una especie de caporales que nos dicen qué hacer y que nos prohíben hacer otras cosas más (por nuestro propio bien, claro). Porque nos sentimos más cómodos viviendo en democracias de fachada y de relumbrón, que en regímenes en los que de verdad se nos exija el cumplimiento de deberes y obligaciones. Porque nos sentimos más a gusto viviendo con vacías instituciones de nombres faraónicos, mientras miramos para otro lado en cuestiones de derechos fundamentales y libertades públicas. Porque preferimos que el Estado nos ayude (en dinero contante y sonante, tenga la bondad) en vez de que el Estado cree las condiciones necesarias para que haya trabajo duradero. Porque dudamos, renegamos y ponemos en entredicho las reglas más elementales de la vida en democracia (la división del poder, la mesura y la razonabilidad del poder, la independencia de la justicia y la rendición de cuentas de los dignatarios públicos, por ejemplo). Porque se nos hacen agua los helados con un buen discurso de trinchera –de preferencia delirante y sudoroso, por favor- con una buena sesión de insultos entre políticos, con una buena ronda de vejámenes, bajezas y descalificaciones.
Porque votamos y, como van las cosas, seguiremos votando por los que más denigran, por los que más ofrecen una autopista al paraíso, por los que más bailan, por los que más gesticulan. Porque nos parece de lo más normal que el ciudadano sirva al Estado, en vez de que el Estado sirva a las personas.
Así como los secuestrados se enamoran y terminan por depender de sus captores, en el famoso síndrome de Estocolmo, nosotros al parecer padecemos del síndrome de Gengis Kan: nos apasionamos de los hombres fuertes y votamos por ellos una y otra vez.
@diegodepuembo