La simplificación

Si bien me preocupa el poder y, por cierto, me preocupa el Estado, siempre me preocuparon más los efectos nocivos que la política de todos los signos -la gran depredadora- tiene sobre la sociedad civil, sobre la gente común. Uno de esos efectos es la simplificación, la reducción de la vida a un proyecto electoral, a una visión ideológica, a una proclama, a un discurso.

Al parecer este es un tema académico, antipáticamente intelectual, pero, aunque no se crea, tiene tremendas consecuencia en la vida cotidiana, y debería ser de interés general, porque las reflexiones en torno a él ayudan a entender lo que somos; ayudan a interpretar las máscaras y los antifaces que son parte de nuestra cultura, la retórica que es parte del habla común, el disimulo que explica la hipocresía, la sumisión que se esconde en las lealtades, el miedo a la libertad que se articula en ideologías muy populares, claro está, que son los dogmas de fe que le curan a la gente de la responsabilidad de pensar.

La sociedad es una red compleja de relaciones, mitos, creencias, prejuicios y diversidades. En el Ecuador, tras cada loma, hay una versión distinta de la misma cultura que nos abraza, hay un acento diferente, y por cierto, una visión de la vida, que modula, según cada intimidad, el mundo colectivo. La sociedad civil es un tesoro, pero es un tesoro en franco proceso de devaluación, no solo por los fenómenos de la globalización y la masificación que están allí, impávidos como la sequía. Lo grave es que, además, la política, y la propaganda que es su forma de ser concreta, esterilizan las perspectivas, simplifican los juicios, expropian el pensamiento y lo sustituyen por eslogans, por mitos que se construyen desde la televisión, desde la reiteración discursiva, desde la radical fraseología que excluye toda posibilidad de crítica. Así, la diversidad desaparece y el ciudadano se convierte en caja de resonancia, en alumno que obedece al bedel. Es una especie de “cultura del eco” la que arrasa con la sociedad civil, le quita creatividad y capacidad de discrepar. Anula su riqueza.

La simplificación, que es la sustancia de toda propaganda, genera en la masa una especie de “sentido común simplón”, de juicios adecuados a los “tiempos de patria boba”, que se expresan en aquello de “así ha de ser, pues”, “mejor no discutas”. Todo esto es la abdicación de la capacidad crítica, el sometimiento a lo que le dicen, la fe del carbonero hacia lo que le venden. Entonces, la ciudadanía -la soberanía del individuo- resulta ser la ficción de un sueño del que nadie quiere despertar para no verle el rostro ceñudo al horizonte, para no enfrentar la responsabilidad ante la república de la sumisión. No se quiere despertar por miedo o por interés, por cálculo o por susto, tanto que, para muchos, es más cómodo vivir entre el susurro y el silencio, aunque sea dolorosamente indigno.

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