Nació en junio de 1918 en la Cuba de García Menocal, allí donde se decía que ya se había plantado la semilla republicana, aunque tan solo se trataba de un sainete, pues en las ventanas palaciegas aparecían marionetas que bailaban con sus hilos bien templados un son distinto al que escuchaba el pueblo.
Recorrió desde niño las calles estrechas y coquetas de la vieja Habana, una ciudad señorial que rezumaba entonces elegancia, distinción y alegría, aun a pesar del bochorno y del aire espeso cargado de sal, y de aquellos que en sus tiempos libres llegaban a los casinos con aspecto altivo y soberano, o de los que perseguían la belleza incandescente de las mujeres cubanas buscando extinguirse en ellas.
El dolor de la muerte de sus padres lo convirtió en un ser solitario y rebelde que maduró a la fuerza. Desde que era un joven brioso soñó con alcanzar la verdadera libertad en democracia, sin títeres ni titiriteros. Ese sueño lo llevó en varias ocasiones a pisar los terrenos de la muerte y a enfrentarse con los monstruos más poderosos, los que existen de verdad cuando abusan del poder. El mismo sueño, convertido en obsesión, se lo llevó a México, y solo logró regresar a su isla a bordo de un pequeño yate bautizado como Granma, en un viaje tan delirante como temerario. Volvió como parte de un ejército de 82 valientes que en dos años acabarían con el tirano.
Ni las rejas ni las balas lo doblegaron, hasta que vio finalmente la luz, aquel primer día de enero de 1959. Conoció entonces el amor y entendió que la felicidad, aunque efímera, es el hilo invisible que nos sujeta a la vida.
Cuando se pensaba que su pueblo por fin había alcanzado la libertad tan anhelada, comprendió que las borrascas que se cernían sobre la isla, eran las tinieblas de una nueva dictadura. Y se embarcó nuevamente en una nave que se lo llevaría para siempre lejos de sus playas y de su gente, y allí, en su destino final, entre cafetales y montañas verdes, recobró el amor, echó raíces e hizo de Colombia su segunda patria.
César Gómez Hernández, uno de los últimos expedicionarios del Granma que siguen dando batalla en este mundo, ha cumplido estos días un siglo de vida. Cuando lo conocí me pregunté de qué estaba hecho ese hombre que fue capaz de arriesgar su vida por los ideales de justicia y libertad. Ahora sé, sin temor a equivocarme, que debajo de aquella corteza de apariencia frágil se encuentra el alma indomable de los viejos robles cubanos, esos árboles recios que, revestidos por el verde follaje del trópico, no se doblegan ante nada y no se humillan ante nadie.
Este roble ha cumplido un siglo de aventuras marcadas por la entereza y la decisión que aflora en los valientes durante los momentos más duros, pero, sobre todo, en la generosidad, altivez, nobleza y humildad que reluce en los mejores seres humanos.
A la salud de César Gómez Hernández, el viejo revolucionario que sigue soñando con la libertad de su Cuba amada.