Sexo y género son conceptos frecuentemente tratados como sinónimos en el discurso, en el análisis y en el ordenamiento jurídico. Su distinción es clave por una serie de consecuencias prácticas en el mundo de lo legal y de las políticas públicas.
El sexo es una condición orgánica: se refiere a las características anatómicas, fisiológicas, genéticas, hormonales que determinan que un individuo sea el macho o la hembra de la especie (hombre o mujer).
El género es una categoría de análisis: permite entender las formas en que -culturalmente- se construyen las nociones de lo femenino y lo masculino, esto depende de momentos y espacios geográficos concretos. En base a esas nociones, cada sociedad establece estereotipos, condiciones, valoraciones del significado de ser hombre o mujer.
Las concepciones derivadas de la pertenencia a uno u otro sexo están tan unidas que en un momento se tratan como si fueran iguales. La condición personal del sexo es distinta a la asignación cultural de género; a las diferencias biológicas obvias, que en términos generales pero no absolutos son inmutables, la ideología le da ciertas características que van cambiando en función del entendimiento que se tenga sobre el papel de uno y otro sexo en la sociedad.
El embarazarse y dar a luz es un hecho biológico, el asignar a la mujer un rol exclusivo en el cuidado de los hijos e hijas es cultural, por tanto modificable.
El dato “sexo”, en el acta de inscripción del nacimiento, es indispensable por la Constitución del 2008 y las reglas para la determinación de la filiación. La diferencia de sexo habilita a contraer matrimonio y establece las correspondientes paternidad y maternidad. El dato “género” no contribuye -desde la perspectiva jurídica- a la atribución de un derecho, pero sí a la reivindicación de la identidad y de la diversidad.
Todo análisis en esta materia debe partir del hecho incuestionable de que todas las personas somos iguales en derechos, sin importar nuestro sexo, orientación sexual, identidad de género, por tanto afirmar que las personas GLBT no tienen derecho a la vida familiar es un error grave; quien realiza esta afirmación asume, equivocadamente, que la prohibición constitucional a parejas del mismo sexo para que se casen o adopten (temas que deberían ser modificados) se traduce en la negación de otros derechos; olvidando que esas mismas normas reconocen la pluralidad de formas familiares.
Todo persona, siempre que no afecte a terceros, puede organizar su vida de acuerdo con sus convicciones, defender su opción de intromisión arbitraria o ilícita.
Las creencias, por fuertes que estas sean, no habilitan a imponer -o buscar imponer- las opciones personales, la comprensión de la familia o de la sexualidad a los demás, no importa cuán numerosos sean los adherentes: los derechos no se asignan -o restringen- plebiscitariamente.