Es evidente que estamos en puertas de campaña electoral. Y, ante lo que se nos avecina, habría que recordar algunas cosas que nos permitan vivir este tiempo de forma ética y serena.
La lista de servidumbres que sufre la vida política es larga. Quizá por ello tiende a convertirse en una vocación poco deseada. Advierto en los jóvenes (y no tan jóvenes) la tendencia a no comprometerse políticamente, a pasar de la cosa pública, a no interesarse por el bien común. Cierto que la cultura dominante nos lleva con fuerza a la privatización de la vida y para muchos la participación política no es más que una oportunidad o salida profesional. Pero también es cierto que las servidumbres de la política alejan a no pocos de semejante aventura.
¿A qué servidumbres me refiero? En primer lugar a la servidumbre de la imagen. Los gringos lo entendieron muy bien: la imagen es más decidora que el discurso. Hasta tal punto que la mayoría de los ciudadanos son obedientes a sus sensaciones, pero desconocen ideas y programas.
El político cuida la imagen, la simpatía, la habilidad en el debate, porque sabe que el ciudadano medio le dará su confianza con base en elementos más emocionales que racionales. Hay una segunda servidumbre que muchos, en conciencia, viven como un verdadero conflicto moral. Me refiero a la obediencia al partido.
¿Cómo armonizar disidencia y lealtad? A lo largo de los años he visto sufrir a más de un político a causa del límite impuesto por la maquinaria del partido. Frente a la libertad de pensamiento y de expresión, el hecho de hablar y disentir, ha quedado ahogado por el peso de la disciplina y el temor a la sanción o a quedar relegado. Una tercera servidumbre es el electoralismo, esa especie de discurso que busca adular a los posibles electores. Semejante servidumbre es prima hermana de la demagogia. Todos somos testigos de infinitas promesas difíciles de cumplir.
El político lo sabe, pero se queda tan pancho, pues tiene asimilado el hecho de que prometer forma parte del juego. Y, aunque semejante práctica dé réditos inmediatos, a la larga es causa de la desconfianza en la que viven muchos ciudadanos, que se sienten simplemente estafados.
Y una cuarta servidumbre es la pérdida de la privacidad. ¿Será posible armonizar la vida pública con la vida privada, personal, afectiva y familiar? La realidad nos dice que muchas parejas y familias han sufrido la erosión de lo público hasta el punto de romperse en mil pedazos. No sólo por el hecho de airear algún trapo sucio como arma electoral, sino por los mil compromisos asumidos. Mala cosa es olvidar (que uno mismo olvide) que la vida íntima y familiar es un derecho humano y una obligación.
Ojalá que la próxima campaña nos ayude a madurar democráticamente, a pasar de una democracia compulsiva a una democracia deliberativa y dialogal. Es nuestro desafío.