‘La duda es el principio del conocimiento” proclamaban los griegos, pero en esta sociedad de la información aceptamos sin preguntas, afirmaciones que no admiten crítica y nos empujan al fanatismo, si ya no estábamos en él. La curiosa etimología de la voz ‘fanático’ (del latín fanaticus, ‘servidor del templo’), habla de un entusiasmo ciego por diversas creencias u opiniones. Existe un fanatismo racial, otro familiar o doméstico; un fanatismo político y otro machista que reduce y maltrata a la mujer. Podemos ser fanáticos de un equipo de fútbol, del ídolo musical de moda, de la actriz o el actor; del dinero, y ¡supremo equívoco!, ser fanáticos de nosotros mismos, de lo cual en el Ecuador de hoy sobran altos ejemplos.
El fanatismo exige que estemos de acuerdo con lo que el sectario exaltado piensa que es verdadero o quiere que lo sea. Anula el ejercicio de nuestra libertad; limita la criticidad, vuelve excluyente nuestra vocación, nos envanece y deprava. Ahorra responsabilidades y nos brinda el bienestar falaz de compartir la comodidad de certezas indubitables, en la unidad de una multitud que no piensa. Liberados del temor a errar bajo ese extremismo contagioso, podemos alienarnos hasta la muerte. Y aunque no siempre el fanatismo dependa de un conjunto de normas que prometen la eternidad feliz, la historia muestra cómo, sobre todos los otros, el fanatismo religioso o político -suerte de religión civil- tiende a volverse colectivo y entonces lo avasalla todo: perdida la conciencia del yo “en el sentimiento de pertenencia a lo otro”, el fanático se funde en una multitud consoladora y deja de lado su voluntad para actuar a merced de exigencias sectarias, demagógicas.
No hay que volver a siglos de matanzas en cruzadas o guerras de religión, para horrorizarnos en el recuerdo de sus consecuencias: “Dios me ha dicho: George, ve y lucha contra los terroristas en Afganistán. Y yo lo hice. Y Dios me dijo: George, pon fin a la tiranía en Irak, y yo lo hice”, palabras de George W. Bush, que la BBC hizo públicas, términos que revelan la estúpida y mentirosa suficiencia, avalada por la divinidad, que dio lugar a la interminable guerra de Irak, al fracaso de Afganistán que tampoco acaba. Fuera del marco de esta fe ad hoc, ¿cómo no mencionar nuestra intolerancia personal respecto de diferencias sexuales y políticas, nuestra resistencia a reconocer y respetar al otro? Al respecto, unas líneas del escritor judío Amos Oz, pacifista, autor de una extraordinaria novela autobiográfica de título bello y triste: Historias de amor y oscuridad: “El afán de redimir al otro es la base de nuestro pequeño fanatismo, o de los inmensos y terribles fanatismos. Cuando nuestra voluntad de cambiar al otro se traspone a la de cambiar el mundo y se contagia a los demás, empieza el horror sin límites”…
Todo fanatismo es temible. Prefiramos mil veces la soledad de la duda, a la torpe convicción de que tenemos la verdad desde siempre y para siempre.