En la “Rebelión en la Granja”, el cuento político magistral de George Orwell, los animales dieron un golpe de estado y se tomaron el poder, expulsaron al granjero y establecieron el socialismo y el reino de la felicidad. Limitaron las libertades, sometieron a los demás, pero los dirigentes tuvieron el cuidado de proclamar, como dogma del régimen, aquello de que “todos los animales son iguales, pero unos animales son más iguales que otros”.
Más allá del cuento de Orwell, esa es la consigna de las burocracias de los estados totalitarios, al estilo de la Cuba bucólica que el “balserito” nos vino a pintar -o a cuentear-. Esa es la lógica de las revoluciones, y la ideología de los iluminados que se creen asistidos del derecho divino a decidir, a reinventar la sociedad y a fabricar el “nuevo hombre”, pero eso sí, sin mezclarse con el común de los burgueses y de los pobres, y protegiendo los privilegios que genera el nuevo poder.
Los totalitarismos funcionan con el auxilio de burocracias omnipotentes investidas de facultades discrecionales; operan a través de núcleos de poder intocables y permanentes, de círculos cerrados, que determinan el régimen de propiedad, gestionan el mercado, piensan por cuenta de los demás, y deciden en nombre de los minusválidos políticos que son los ciudadanos. La historia ha demostrado que el socialismo de verdad, como el fascismo, solo puede ser totalitario. Puede adoptar carátulas democráticas, pero a la hora de las decisiones cruciales, es una forma de dominación que reprime, limita las libertades y suplanta, con ideología y fuerza, a la espontaneidad de la vida social.
En esos estados -los que ahora promueven las “juventudes” nostálgicas del comunismo- los derechos individuales son concesiones caprichosas de los gobiernos; la propiedad es un permiso precario; los contratos, son pactos volátiles que rigen mientras el poder lo permite. Desaparece la previsibilidad del Derecho, porque la Ley deja de ser referente estable de la sociedad y se transforma en vara de represión, dictamen del poder y acto político discrecional.
En sociedades condicionadas por la membresía del partido y por el miedo, los burócratas, astutos como son, generan escudos de protección, inmunidades, tribunales ad hoc e intelectuales claudicantes. Esta es una ley física de esos Estados. Lo paradójico es que, pese al discurso de la igualdad, surge la nueva clase privilegiada de políticos de alto vuelo, como escandalosa evidencia de la desigualdad y de los privilegios que rodean a esa casta de cortesanos. Como dice Orwell en “La Rebelión en la Granja”, los novísimos dominadores, en ejercicio de los derechos revolucionarios, practican aquello de que “todos los animales son iguales, pero unos animales son más iguales que otros.”