“¡Cuento con vosotros, alimentos! Mi hambre no se calmará a mitad de camino; no se saciará, sino una vez satisfecha; con las privaciones sólo he conseguido alimentar a mi alma”, exclamó André Gide en “Los alimentos terrestres”. Extraordinario escritor, clásico auténtico, exaltó el valor de los placeres humanos; a pesar de los dilemas morales que experimentó en su propia vida, predicó la plenitud de la experiencia sensible, que ha de vivirse en presente, sin desperdicio. Premio Nobel 1947, cuatro años más tarde, en 1951 y luego de su muerte, recibió el anatema de la Iglesia católica, que incluyó sus geniales escritos en el índice de libros prohibidos.
Vivimos otra época: el malhadado índice que nos movía a buscar y leer, precisamente, los autores y títulos que prohibía, ya no existe. La iglesia ya no nos exalta con sus prohibiciones, aunque no deja de proyectar su sombra sobre cuanto significa goce, alegría corporal, ‘alimentos terrestres’. Pero soy injusta. La iglesia es ámbito espiritual que acoge a demasiados ‘fieles’ distintos; muchos, sabios y generosos; muchos más, oportunistas que, atados a intransigencias y fundamentalismos trasnochados, dictan valores, pertrechándose en consignas medievales, incapaces de imponerse a sí mismos lo que exigen a los demás. Sobre ellos, sobre todos, con pleno señorío en su singularidad, gobierna el papa Francisco, cuya presencia entre lobos, ahítos de cinismo, consuela, angustia, conmueve.
No hay épocas ni edades más o menos proclives a la connivencia y la amoralidad, pero sí hay sociedades más o menos hipócritas. Hay conciencias lúcidas y alertas, y otras, opacas, negligentes.Pero hay que dar al César lo que le pertenece: el cuerpo y sus sentidos tienen sus exigencias, como las tiene el alma, el espíritu, o como lo llamemos… El axiólogo más importante del siglo pasado, Max Scheler, afirmaba apasionadamente que ‘el objeto de la filosofía solo se da y se da adecuadamente, si se lo visualiza desde determinada posición moral’. ¿Desde qué posición moral, que no sea la vanidad y la autosuficiencia, se pretende dictarnos normas de vida acomodadas a la generalizada mediocridad?
Según Scheler, tres disposiciones humanas configuran la tendencia a la comprensión y experiencia del valor: el amor que aspira a la trascendencia, con el otro como horizonte, contra el egocentrismo cerrado en los límites de lo inmediato.La humildad, íntima conciencia de los propios límites, contra la exaltación de una conciencia de sí rayana en el orgullo, que cierra al sujeto a la comprensión y receptividad de los demás. El dominio de sí mismo que permite a la voluntad alerta el imperio sobre las propias tendencias.
Esta posición moral exigimos a los pontífices que nos acosan. A quienes pretenden dictarnos normas al azar de la circunstancia, respetando apariencias y compromisos personales, argumentando su posición con despropósitos,so pretexto de moralidad que es, apenas, su propia y gris moralina.