¿Cuál es el secreto de los clásicos? El Quijote persiste como libro y como símbolo. Hamlet sobrevive y triunfa en los días tormentosos de la posmodernidad. Han pasado cuatro siglos desde las muertes de Cervantes y de Shakespeare y sus textos son referentes intactos de la cultura universal. Sus personajes pertenecen al siglo XVI, pero viven en el siglo XXI, con la misma frescura que tuvieron al nacer de la pluma de ganso y del tintero, cuando aún había reyes y América era apenas una sospecha.
La intuición confirmada de la enormidad del Nuevo Mundo vendría con el oro y la plata; los testimonios de lo extraordinario llegarían en las Crónicas de Indias, esos otros libros de caballería llenos de realidades que superaron a la imaginación.
El secreto de los clásicos está, quizá, en que fueron escritos a la altura de la humanidad, de los sueños y de las locuras de su tiempo; fueron hechos para siempre, para la lectura de los modernos y de los posmodernos, de los hombres de la Ilustración, los revolucionarios liberales, los monárquicos y los demócratas, y de los que, en estos días de tecnología dominante y escasas lecturas, persisten en leer. Y todo esto porque aquellos textos aluden a lo que, desde todos los siglos piensa y quiere cada hombre, a sus sueños, ambiciones y locuras. Aquellos textos tejen el hilo argumental que nos liga con la antigüedad, con el Renacimiento, el racionalismo y el romanticismo, y con nuestra arrogante pos modernidad.
Los clásicos sobreviven por eso, de allí su vigencia y su fuerza. Son libros que, nacidos en la coyuntura de una época, sin embargo, son universales y permanentes. En ellos está dibujada la gente de siempre, con otros vestuarios pero con el alma idéntica. De allí que Don Quijote, en los diálogos con Sancho Panza, hable con certeza y actualidad de lo que entonces fue un tema traducido por los refranes y el demoledor sentido común del escudero, que es el mismo que, tras caricaturas distintas, expresa lo que ahora vemos y sentimos.
Lo clásico alude, además, al equilibrio. Los folletines y panfletos – literatura de intransigencia e insignificancia- no sobreviven; son viejos al día siguiente; no superan esa prueba de eternidad que remontaron Don Quijote y Sancho Panza, esa eternidad que tienen Hamlet y Macbeth, en días más cercanos, la que anima al Principito; la que hace de la polémica de Montalvo un látigo impecable, un juicio que, igual que ayer, descalifica con la misma demoledora certeza al déspota de hoy que al de su tiempo.
La conmemoración de los clásicos convoca a pensar –a dudar- si nuestro tiempo, de moda efímera y propaganda agobiante, dejará clásicos, inmunes al disparate, sobrevivientes al torbellino. Clásicos que guarden la fuerza y la capacidad de conmover del primer día.