Conocí el 2003 en Mogi Mirim, una playa ubicada en el límite de los estados de Sao Paulo y Río de Janeiro, a un septuagenario italiano que todos los veranos, junto a un centenar de aficionados al motociclismo, se montaba en su Harley-Davidson para recorrer el mundo.
La Patagonia o Alaska, Ecuador o Perú, cada año el destino era diferente, el objetivo siempre el mismo: experimentar una sensación de libertad. Eso es lo que sienten los motociclistas en todas partes del mundo, la moto es el vehículo que mejor representa las ansias de aventura.
Unos dicen que el riesgo es enorme, otros creen que cuando llega la hora no hay nada que hacer, puede ser un accidente en moto o la caída desde un caballo. Los Harley-Davidson, por lo general, no salen a las carreteras a desafiar a la muerte, gozan con el vértigo, con el viento y con las ganas de saber qué hay al final del camino. Así lo entendía Santiago Proaño, un ingeniero por formación académica, pero un hombre que amaba la libertad, que dominaba territorios arriba de su motocicleta.
La muerte llegó no porque Santiago lo haya querido, no por imprudencia como pudiera uno imaginarse al ver a jóvenes adolescentes que tantas veces se los ve en cualquier avenida de Quito o Guayaquil a 200 kilómetros por hora.
La imprudencia de un conductor en la vía entre Ipiales y Pasto fue lo que precipitó la muerte de Santiago, un hombre que siempre disfrutó la vida, la libertad, que respetó a sus semejantes, que administró empresas con responsabilidad.
Me quedé con una deuda por causa de un gusto que compartimos: la música. En diciembre teníamos que encontrarnos en la Casa de la Música para asistir a un concierto, el vértigo del trabajo me impidió acudir, el encuentro siguió pendiente, esperaba concretarlo en los primeros meses de este año’
En junio del año pasado fuimos con Santiago a Ibarra para asistir a la primera presentación de la Orquesta Sinfónica Nacional que, cuatro meses antes, había entrado en la peor de sus crisis institucionales, teníamos grandes expectativas.
Estuvimos en el antiguo teatro Gran Colombia para escuchar una obra de Shostakovich, otra de Liszt y finalmente la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorák. Tras ese concierto, no volví a escribir sobre música, me di cuenta que las pasiones y los odios han trascendido mucho más allá de lo político.
Así como ocurre con muchos, con Santiago sentíamos que la Orquesta era nuestra, pero me rehusaba a asistir a un concierto después de las críticas tan furiosas derivadas de la presentación en Ibarra. Pero no voy a poner más pretextos, volveré este viernes para escuchar el concierto para piano número 5 de Beethoven, más conocido como El Emperador. Estoy seguro que ahí me hubiera vuelto a encontrar con Santiago Proaño.