El arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, celebraba misa frente a la Catedral, el 24 de marzo de 1980. En un momento de la ceremonia, una ráfaga de balas se descargó contra el celebrante, que murió a causa del ataque. La multitud pasó de la sorpresa al pánico y al dolor. La inmensa mayoría del país lloró a su prelado. Y el mundo entero condenó el salvaje crimen cometido en medio de la celebración de la Eucaristía.
Pero la dictadura que gobernaba El Salvador, cuyos sicarios asesinaron a monseñor Romero, encubrió el hecho y hasta trató de justificarlo. Cuando fue designado, el arzobispo más bien tenía fama de conservador con recelo sobre las tendencias católicas progresistas de América Latina, pero en poco tiempo se “convirtió” en un pastor comprometido con la situación del pueblo que defendía los derechos humanos y reclamaba por la injusticia imperante.
En medio de la escalada de violencia desatada por el régimen, el jesuita Rutilio Grande, defensor de los campesinas, fue asesinado. Ese fue un hecho definitorio en la acción de monseñor Romero. Sus palabras y sus acciones fueron volviéndose cada vez más claras frente a un gobierno que lanzó toda la fuerza de la represión en su contra.
Su asesinato fue una “muerte anunciada”, pero repercutió en Centroamérica y el mundo. La dictadura salvadoreña, sin embargo, acudió a todos los medios para mantener la impunidad. Tuvieron que pasar años para que algunos de los criminales fueran señalados. Sin embargo, la figura del arzobispo mártir creció como un referente de justicia social y libertades públicas.
En medio de la condenación internacional, empero, el papa Juan Pablo II y la burocracia vaticana mantuvieron una actitud negativa sobre monseñor Romero y su asesinato. Aparte de unas pocas tibias declaraciones, nada hicieron para exaltar su figura y presionar en serio por la sanción a sus asesinos. Tal parece que en la cerrada mentalidad y la postura de extrema derecha del Papa polaco y sus colaboradores de la corte pontificia, aún muerto un obispo comprometido con los pobres que condenaba la represión y la pobreza, era parte del “peligro comunista” que combatieron en todo el mundo, especialmente en Latinoamérica.
El Papa y el Vaticano tenían muy cerca al cura Maciel, violador de menores, responsable de latrocinios y estafas, líder de los “legionarios de Cristo”, y bastante lejos a monseñor Romero.
Pero ahora las cosas han cambiado y el papa Francisco se ha referido al arzobispo asesinado como “un hombre de Dios” y ha resuelto su beatificación.
Las beatificaciones y canonizaciones se han devaluado, cuando los papas anteriores las hicieron masivas, algunas de ellas dedicadas a fanáticos extremistas. Pero, más allá de que el proceso canónico culmine, ya desde hace años, el arzobispo mártir es “San Romero de América”.