¿Por qué algunos (reitero algunos) de los más fervientes seguidores de Carlos Marx, de aquel filósofo y economista que proclamó, a mediados del siglo XIX, no solo la revolución mundial contra el capitalismo sino también una revolución en la comprensión de la historia y de la sociedad través del materialismo histórico y el dialéctico y que realizó además una aplastante crítica contra la religión, llamándola el “opio de los pueblos”, hicieron en el poder todo lo contrario de lo que su mentor pensó, criticó y luchó? La explicación está esos componentes de la condición humana: el fanatismo y la ambición.
Estos “seguidores”, con un concepto particular del poder, en su pragmatismo político calcaron el acumulado simbólico y político del más grande y exitoso partido político de todos los tiempos: la Iglesia.
A Marx lo deificaron. Y a sus escritos los transformaron en “evangelio” fuente de toda verdad. Su biblia fue El Capital. Así este tipo de marxismo pasó a convertirse en una doctrina fosilizada en la que todo conocimiento ya estaba descrito. Era la fuente que destilaba toda la sabiduría que los pueblos debían aprender para transformarse.
El Partido fue convertido en una Iglesia, con jerarquías de evocación monárquica. En el siglo XX la sede de la nueva fe, el “vaticano” comunista, fue Moscú y luego Pekín. El “Papa”, el Secretario General del Partido y así sucesivamente.
Los grandes líderes de la “nueva religión” fueron santificados y adorados. Se creó la parafernalia para el culto de las masas: la momificación, los grandes mausoleos y altares para Lenin, Mao, Kim Il-Sung. Otros en vida fomentaron el culto a su persona, el caso más emblemático y sombrío fue el del “padrecito” Josef Stalin, quien es considerado el fundador de esta demencial maquinaria de control ideológico y político que liquidó a los fundadores del bolchevismo histórico y persiguió a millones de críticos a su despótico y autoritario gobierno .
Hoy ya no se habla de Marx ni del marxismo que cayó en desgracia. Hoy existen autodenominados socialismos que en sus prácticas políticas no solo copian a las iglesias su manejo de lo divino, sino que recrean las habilidades manipuladoras de los viejos partidos comunistas y de los populismos latinoamericanos que a su momento deificaron a Perón y santificaron a Evita. Causa risa, pena o miedo ver al señor Maduro proclamando a San Chávez, quien “palanquea” en el cielo el nombramiento de un Papa latinoamericano. ¡Por favor, hasta dónde hemos llegado! El dogmatismo conduce al fanatismo y este a la violencia. Política y religiosidad combinadas son un cóctel muy peligroso. Hoy más que nunca cabe retomar el pensamiento laico. Cada cosa en su lugar. Recordemos esas sabias palabras: “Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”. Basta de manipulación.