Hace poco un señor me preguntaba “¿Oiga, eso de las salvaguardias es conveniente para nosotros?”. Antes de darle una respuesta, le pedí una aclaración. “Defina nosotros”, le dije. Ante lo cual lo único que recibí fue un poco esclarecedor “o sea… nosotros”.
“Nosotros el Ecuador”, insistió ante mi mirada inquisidora. “¿A quiénes dentro del Ecuador?”, volví a preguntarle para recibir como respuesta un totalmente desubicado “¿Qué mismo me quiere decir?”.
Y ahí empecé a soltarle mi teoría de que medidas de ese estilo siempre producen ganadores y perdedores. Subir los aranceles de miles de productos necesariamente va a encarecerlos y eso nos pone a los consumidores dentro del grupo de los perdedores.
“Pero se puede consumir más cosas nacionales”, argumentó el caballero. “Claro, pero eso aumentará la demanda por bienes locales y cuando aumenta la demanda, siempre suben los precios. No hay nada que hacer contra la ley de la oferta y la demanda, no hay tribunal que pueda derogar esa ley”, contesté un poco en broma.
Luego argumenté que cuando sube la demanda de cualquier cosa, los productores terminan ganando. A todo productor le encanta que sus clientes quieran comprarle más. Y una cosa es que la demanda crezca porque producen algo inusualmente bueno o especialmente barato, o sea, un aumento “merecido”, pero otra cosa es que eso ocurra porque el gobierno les complica la vida a los competidores extranjeros.
Lo siguiente fue argumentar que eso de proteger la producción nacional con base en aislar al país del resto del mundo ya se experimentó sin éxito en los años 70 y, aunque puede sonar bien, en la práctica rinde pocos frutos y siempre termina en que los consumidores acaban pagando precios más altos y la industria local se vuelve ociosa, cómoda, porque no tiene ese incentivo clave para ser cada día más eficiente. Ese incentivo que hace que los países y las economías busquen crecer consistentemente y nunca bajar la guardia en el intento de ser mejores. “¿Y cuál es esa varita mágica de la economía?”, dijo un poco en burla mi interlocutor. “La competencia”, contesté tajante.
“Pero la competencia es a veces desleal, perversa”, dijo este señor usando un argumento bastante viejo, ante lo cual contraataqué con “lo perverso es que los consumidores tengamos que pagar más”, desfogando el mal genio que tenía después de mi última visita al supermercado.
“¿Y qué van a hacer los productores locales si nos invade la competencia extranjera?” , vino con una mezcla de pregunta y súplica. “Pues tendrán que esforzarse más por complacernos a los consumidores, tendrán que tratarnos como a los reyes de la economía, tendrán que poner al ser humano por encima del capital”. Incapaz de defenderse de ese fósil argumentativo, solo pudo decir “¡Ay, Dios!”. En eso sí estuvimos de acuerdo.
@VicenteAlbornoz