El principal problema de Barack Obama es haber ganado las elecciones dos veces. Fue una doble bofetada que los votantes que se quedaron en casa o eligieron en contra todavía no han digerido.
El espejismo de las cifras globales oculta que ni siquiera dos tercios de los potenciales votantes se molestaron en acceder a las urnas. De los que lo hicieron, la mitad lo rechazaron frontalmente prefiriendo a MacCain o Romney.
El resultado es que apenas una cuarta parte se decantó por Obama. Como recompensa de ese doble triunfo, los que prefirieron a sus opositores e incluso los que se abstuvieron le han negado no solamente el perdón sino el simple reconocimiento. En sus guiones históricos todavía no se incluye el ascenso tan espectacular de un candidato negro.
Ese mismo sector es el que escuchó los delirantes cantos de sirena de Sarah Palin cuando calificó a Obama de “socialista” por haberse atrevido a proponer algunos programas amenazadores de Gobierno en su campaña. La joya de la corona era, y sigue siendo todavía, una moderada reforma del sistema de salud que se antojaba revolucionaria. El plan ha resistido hasta la actualidad, pero corre el riesgo de ser aniquilado si el sistemático ataque de los republicados y afines se sale con la suya. Algunas cosas han cambiado en EE.UU. ostensiblemente desde la mitad del siglo pasado, cuando se apagaron los fuegos de la Segunda Guerra Mundial, la última “guerra justa” de Washington. Algunas pautas no se han movido en absoluto.
El grueso del opositor Partido Republicano y afines (no solamente los militantes del Tea Party) consigue sistemáticamente ahondar en un doble sentimiento del estadounidense medio. Por una parte, desconfía del gobierno y, por otro lado, tiene un pánico atroz a verse identificado con una clase inferior que debe llegar a fin de mes con la ayuda de los cupones de alimentos. Ese sector mayoritario, vive en una permanente contradicción ideológica y sociológica. Es fundamentalmente “anarquista” y preferiría subsistir sin la tutela del gobierno. De ahí que deba autoprotegerse de su inacción de gobernanza con leyes y tribunales que religiosamente termina por tolerar con entusiasmo. Por eso, todo lo que rezume sabor de “socialismo” le pone nervioso. Desde la cuna le come la conciencia una dicotomía falsa entre “democracia” (capitalismo a ultranza) y “socialismo” (sinónimo de comunismo).
Pero a los mismos ciudadanos que desconfían de los planes de Obama, ni en sueños se les ocurriría oponerse a otras facetas de la vida de EE.UU., como la escuela elemental y media, gratuita, universal y obligatoria. De nada sirve recordarles a los estadounidenses que un par de docenas de países europeos y Canadá tienen indicadores de salud mejor que los de EE.UU., y expectativas de vida superiores, a un costo inferior.
Si además es Obama el que se atreve a proponer un sistema que desafía a los oligopolios de los seguros privados y la presión de la profesión médica, con la anuencia de los productores de medicinas y las compañías de investigación que se alimentan de fondos públicos, el drama está servido. El cambio será más difícil que la adopción universal del sistema métrico.