Lo de Rulfo es sin lugar a dudas la cartografía, la paciente y detallosa creación de un territorio propio, delimitado por su misma mano artística y gobernado por su reputada prosa, simple al tiempo que exquisita. Se trata, claro, de la república (la llamo así solo a efectos de esta columna) de Comala, habitada mayoritariamente por almas en pena, por fantasmas y apariciones, por la obsesión de este señor mexicano por uno de los emblemas de México: la muerte. En esto de crear territorios, de darles vida literaria, de dotarlos de una geografía propia, Juan Rulfo resulta primo hermano de William Faulkner -arquitecto de Yoknapatawpha- el mítico condado sureño y algodonero (que, por otro lado, tanto ha influido en tantos escritores latinoamericanos). Y resulta, en más de un sentido, tocayo de Juan Benet, el diseñador y creador de Región, escritor de culto, posiblemente el más grande y ampuloso prosista en español de los últimos cincuenta años. Y, sí, de Juan Carlos Onetti, poblador de Santa María, y maestro de nostalgias y añoranzas. Así, Rulfo, con unos pocos cuentos y una novela corta bajo el brazo, apenas, resulta miembro de élite del club de cartógrafos. Así logró ser local sin ser costumbrista, americano sin ser folclórico, trágico (en la acepción griega) sin ser llorón y un artista de lo breve sin necesidad de aspavientos. En Rulfo los silencios son igual de valiosos que sus historias, por eso, según su mismo argumento, dejó de escribir cuando su tío Celedonio dejó de contarle las historias de sus mayores, Y en relación con todo lo anterior, leer a Rulfo tiene un efecto hipnótico, como el de leer una larga balada en prosa, sin necesidad de fuegos artificiales ni de frases que se desdoblan y que se multiplican. Lo de este señor es la belleza simple, en la onda de “Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.” O la imagen casi fotográfica de “Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada.” (Las dos citas son de ‘Pedro Páramo’) Es que Rulfo, según parece, ha influenciado incluso a quien no lo conoce. Y es que el Rulfo, de seguro, habitan siglos y siglos de literatura, como si él habría sido capaz de resumir todos los tiempos, de compendiarlos. Por eso, como saben, no necesitó sino de un libro de cuentos y de una novela corta para afirmar su maestría, para poner los cimientos de su cátedra.
Y leer a Rulfo es no olvidarse de sus eficientes coqueteos con la fotografía, de sus escarceos con el cine, de su exquisita correspondencia juvenil con Clara, la de “He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada.”