El país tiene rostros, facetas, aspectos. Tiene perspectivas, distinta cada cual, y cada cual más sorprendente. En eso consiste su verdadera riqueza, y quizá por allí estén los secretos de una sociedad que, pese a todo, resiste y cree en sí misma. Esa diversidad no es el tópico político que se reitera en los discursos, ni aquel estribillo con que se arenga en las barricadas electorales apelando al enfrentamiento y a la lucha de clases. Al contrario, esas diferencias -las humanas, las del paisaje y la cultura- nada tienen que ver con las del encono, con las que nos hacen ver al “otro” como enemigo.
Ese discurso es muy peligroso no solo en términos políticos -porque, finalmente, la política es ocupación transitoria y subalterna-, sino, y principalmente, porque envenena la diversidad social, socava la unidad y genera desconfianza entre vecinos y hermanos, entre “buenos y malos”. Porque arroja piedras en el espejo de múltiples facetas que, sin embargo, es uno solo: el país.
Pese a todas las diversidades entre costeños y serranos, entre quiteños y cuencanos, entre seres urbanos y gente del campo, el país aún es un punto de encuentro, o quizá, de llegada. Es como la casa de familia, como el alero que protege, como el poncho que abraza. Es el horizonte que da sentido a cada uno de los destinos individuales. Es aquello que nos permite reconocernos con la familiaridad del pariente, y es lo que, hasta hace poco, alimentaba la confianza de andar sin mirar atrás.
Me temo que esas facetas y esas diversidades se estén perdiendo. Me temo que nos estemos uniformando bajo las pautas simplificadoras del mercado, y seamos ya prototipos de consumidores grises y automovilistas exasperados; y que, al mismo tiempo, estemos cavando trincheras para aislarnos, artillar las mentes y las casas, e inaugurar la guerra civil mental que hace imposible la convivencia. Me temo que la diversidad y la confianza sean las víctimas definitivas de la inseguridad, porque la delincuencia, el miedo y los odios pueden acabar con esto que pomposamente se llama la sociedad civil y que, en poco tiempo, tengamos del país una caricatura. Que lo digan los colombianos, los mejicanos y los centroamericanos, y que nos cuenten cómo es eso de echar de menos la paz.
Aún es tiempo de entender que la diversidad es más que una palabra; que las facetas del país son parte de nuestros activos espirituales; que la confianza es el secreto que explica la convivencia entre gentes tan diferentes, pero tan cercanas. Aún es tiempo de defender los valores de la sociedad, y de poner en primer plano a este país que, pese a todo, es la casa que tenemos, el espacio que hay que cuidar, el paisaje que no podemos perder en nombre de ninguna utopía ni a pretexto de ningún progreso. Aún es posible, creo, hablar del país como asunto de todos y como argumento de la vida de cada cual.