El nuevo alcalde de Quito, Mauricio Rodas, tendrá que ejercer el cargo en condiciones pocas veces vistas en Ecuador: por un lado como contrapeso de un régimen notoriamente hostil y poderoso y por otro con la tentación anticipada de ser candidato –o por lo menos referente- presidencial.
Como balanza, también, de un régimen que no tolera el surgimiento (y peor el crecimiento) de figuras políticas que no puedan ser manejadas por control remoto.
Es que las incitaciones-aguijones, de lado y lado, deben ser importantes.
El primer aguijón podría ser aliarse (explícita o tácitamente) con el régimen o, por lo menos, agachar la cabeza, dejarse cooptar y no meterse en problemas.
Si bien esta alternativa (en un político joven) podría resultar cómoda y en algunos casos inevitable (le será muy difícil conseguir fondos estatales y seguramente sea uno de los blancos predilectos de la máquina de propaganda) la cohabitación le restará puntos a su credibilidad y a sus aspiraciones políticas.
Llegar al puesto luego de librar una campaña electoral inteligente, luego de haber sobrevivido al aparataje oficial y de haber triunfado contra todo pronóstico (la discusión sobre si los votos fueron propios, endosados o de rechazo es materia de otro análisis) seguramente hará que los bonos de Rodas bajen.
Esta especie de simbiosis (que, como dicen los políticos y ciertas facciones de la prensa ‘corrupta’, vuelvo y repito, puede ser frontal o no) causaría el efecto, en mi opinión, de que Rodas tenga que reinventar su carrera política, ofrecer explicaciones incómodas y adoptar posiciones forzadas.
El segundo aguijón aparece, al menos a primeras vistas, como el más atractivo: tratar de hacer –en circunstancias adversas- una buena alcaldía y formar, de a poco, una imagen presidencial. Esta opción es la que más riesgos y desafíos trae para las partes (Rodas y el régimen). Del lado de Rodas, hacer una gestión aceptable y contra corriente, no pisar demasiadas cabezas, no hundir las naves, ni quemar los puentes.
En otras palabras, procurar ocuparse de lo suyo, aunque claramente sitiado por todo el armazón estatal. Para el régimen, en mi opinión de nuevo, la situación es todavía más compleja: luego de las elecciones de febrero, no se puede dar el lujo de perder Quito o de echarse encima la ciudad. Y tampoco – acá está el mayor desafío- puede cooperar ni colaborar frontalmente con Rodas.
Hacerlo implicaría violar flagrantemente la principal regla de la política revolucionaria: crear y mantener enemigos y no darles ni pan ni agua ni tregua. Transigir no está en los planes. Llegar a acuerdos públicos sería impensable.
Por otro lado, ejercer demasiada presión, aplastar los mismos botones de siempre, aplicar la misma estrategia de desprestigio, en otras palabras no tener la capacidad de reinventar la política, podría ser un error costosísimo. No hay que olvidar que el palacio de Carondelet también queda en la Plaza Grande.