Nos roban el paisaje

Desde el balcón se podía ver el Cayambe, el Antisana y el Cotopaxi. Menos espectaculares, también estaban en el horizonte el Sincholagua, la ceja negra del Rumiñahui, la sierra dentada del Puntas y la pirámide del Iliniza. Ya no están más. Ahora hay una mole de cemento, un esperpento presuntuoso, una masa que con su brutal mal gusto acabó con el paisaje. Está ciudad moderna, esa que significa "desarrollo", esa sin humanidad, llena de fealdad y basura, de automovilistas presurosos y de nuevos ricos embelesados en su tontería.

La expropiación del paisaje es un hecho ilegítimo que envenena la vida, que nos entierra en el cemento, que rompe el encuentro con el país que podía descubrirse en la cordillera, en el sol que llegaba pronto y, a veces, en la luna perdida entre las luces de la ciudad. Nadie se ha planteado que el paisaje es un derecho tan humano como la libertad, y más importante que la autorización para edificar cualquier despropósito urbanístico con la espesa complicidad municipal. Y esto porque la reclusión a que los rascacielos nos condenan entristece a los que tienen todavía un ápice de sensibilidad, un poco de afecto por cosas distintas de aquella esperpéntica cultura, que gira en torno a edificios horribles y a bloques infamantes, que almacenan docenas de gentes que, probablemente, nunca han visto una montaña.

Estamos asistiendo a la demolición de paisaje, a la transformación del país en un suburbio, en una inmensa y espantosa factoría. Estamos degradando la casa, vendiendo por una baratija la libertad de mirar, de ser personas y no consumidores, de tener sensibilidades distintas. Pronto no quedará nada, ni montañas limpias, ni agua pura, ni caminos vecinales, ni campo, ni pueblos auténticos... Habremos encementado todo entre el aplauso interesado de los unos y la indolencia de los otros. Habremos tumbado el último árbol que incomoda a los que nos planifican la vida. Se dirá entonces que hemos progresado, ¿hacia dónde y en beneficio de quién? Presentaremos a ese arrabal como país, orgullosos de haber dilapidado lo que recibimos. Habremos incurrido en la tontería universal, en la ceguera que no deja ver más allá de la autopista, en la ignorancia de creer que el país termina a la vuelta, y no más allá del interés de cada cual.

Yo postulo que el paisaje es un derecho humano, una opción que no puede derogarse. La ciudad no puede ser una prisión encubierta por obras fastuosas y disparates políticos; que lo que nos rodea, la cordillera, el páramo y el espacio son prolongación de cada uno, circunstancia que se incorpora a la persona. Nadie puede expropiarnos el paisaje ni condenarnos a vivir mirando la pared de enfrente, o soportando la contaminación en nombre de ningún progreso. Postulo que no nos pueden robar el horizonte.

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