Nos hemos acostumbrado en América Latina a la declamación de llevar adelante grandes proyectos, pero los gobernantes se han olvidado de pequeñas cosas: aquellas que están cerca de la población, que les tocan de cerca y que permitan entender que los mandatarios trabajan para sus mandantes. El discurso grandilocuente nos fascina y nos impide ver la acción de gobierno en temas como la seguridad, la previsibilidad, el orden, el respeto y la jerarquía que la relación humana implica en su trato cotidiano. Tontamente a veces nuestros gobernantes creen que pueden lograr ganar tiempo expresando por ejemplo, el deseo de construir un gasoducto que una a toda América Latina cuando la población local carece del servicio básico de energía o no tiene una red cloacal que impida la propagación de enfermedades .
Todos los días nos enfrentamos con una expresión de deseos que demuestran su fragilidad en directa proporción al grito destemplado con la que se vocaliza ante los medios. Nos hemos acostumbrado a entender la política que le toca a la gente en relación inversamente proporcional a la concreción de su anhelo. Generalmente se sepultan las cuestiones centrales por deseos imposibles con los que se cree hacer realidad los sueños cuando ciertamente lo que se prolonga es la pesadilla de vivir en un subcontinente que no logra derrotar ni la inequidad ni la pobreza que han golpeado a millones. Si pudieran ser algo más humildes reconociendo y se concentraran en hacer la revolución de las pequeñas cosas, tantas convicciones en la democracia se fortalecerían en esta América Latina que clama por un realismo mayor en la acción de gobernar.
Las estrategias de campaña y de marketing en la que viven permanentemente varios gobiernos no dan margen de tiempo para el realismo porque el mandato es vivir de las ilusiones y de los sueños imposibles. Promesas de campaña hoy son programas de gobierno reducidos a encontrar un enemigo siempre y por el otro lado a crear la ilusión de ser diferentes a pesar de seguir haciendo lo mismo desde hace varios años. Llegará el tiempo quizás cuando ‘la única verdad sea la realidad’ y que tanto el discurso como la acción se sometan a ellas para promover cambios reales y de largo plazo en la vida de la gente.
Lo que hemos visto hasta ahora en muchos de los casos es que la simple invocación a cambiar o innovar bajo el ropaje grandilocuente de la revolución no es suficiente para aprovechar los buenos vientos económicos que requieren políticas confiables, ciertas y no reñidas con la verdad ni con la vida de la gente.
Si política es la búsqueda del bienestar no sería mala idea que comenzáramos por demandar la revolución de las pequeñas cosas antes que contentarnos con los viejos y maniqueos discursos de la realidad.