La Semana Santa debió servir en el mundo cristiano para reflexionar, rectificar con sinceridad, introducir cambios en las actitudes personales y no volver a lo mismo a partir de hoy, luego del Domingo de Gloria. De nada sirve proclamarse católico si se aparentan unas cosas en un escenario y en otro se persiste con prepotencia, arrogancia, actitudes de odio y persecución, sin tolerancia ni actitud democrática, en los abusos del poder, cualquiera que este sea.
En estos cambios de época y de gran promoción de las transformaciones, la premisa tiene que ser primero una revolución espiritual. No puede haber un cambio institucional si primero no hay una transformación personal. Se buscan y se ejecutan reformas cuando se mantienen las mismas prácticas, pero se venden imágenes distintas, de acuerdo al escenario que conviene.
El papa Francisco expone frases sencillas pero extraordinarias que llegan a lo más profundo de los seres conscientes, que no buscan votos sino paz y bienestar familiar. A propósito de su mensaje al pueblo venezolano con ocasión de las conversaciones entre el Gobierno y sectores de oposición, recuerda que la violencia, provenga de donde provenga, nunca podrá traer paz y bienestar a un país, ya que genera siempre solo violencia. El respeto y reconocimiento de las diferencias, que favorece al bien común. Una auténtica cultura del encuentro, que ponga fin al odio.
El conflicto, la polarización de posiciones y la deslegitimación de la opinión del otro, no necesariamente opositor y peor como se califica en la actualidad de enemigo, lo que trae es confrontación y deterioro en las relaciones humanas. No construye sino destruye con el aplauso a ciegas de quienes reciben dádivas aunque estén inmersos en una misma comunidad o en una familia. Las pasiones y la intolerancia, sin espacio para el razonamiento, destruyen a las sociedades como ha ocurrido en Venezuela, sumida en una gran crisis económica y social pese a ser un millonario país petrolero.
Los resultados de la confrontación han dejado malas experiencias. El gran error de la humanidad ha sido enfrentarse para luego lamentarse, aunque tardíamente. La soberbia con la que se aferran a los errores para intentar imponer a la fuerza, sin lógica ni razón. Por ello el llamado del Sumo Pontífice a los gobernantes para actuar con humildad, tolerancia, diálogo; saber escuchar y saber conciliar. Un mandatario que llame al diálogo sin condiciones ni cálculo político electoral sino que alguna vez se demuestre en política una acción sincera, sin doble discurso ni doble moral. Las sociedades modernas necesitan estar ampliamente informadas y no solo tener la única versión oficial de turno, que les permita analizar y con cabal conocimiento de causa actuar y pronunciarse en forma libre y voluntaria, no inducidas a favor o en contra de alguien.