Con frecuencia, los políticos que ofrecen transformar la realidad de un país para que desaparezcan la pobreza, la desigualdad y el atraso colectivo, hablan de revolución, de cambios radicales en estructuras, usos y costumbres, y plantean la necesidad de crear una realidad distinta. Algunos se arriesgan a hablar de “el hombre nuevo”. Hay entre estos los aficionados a las “refundaciones” y a los eternos nuevos comienzos porque pregonan que todo lo anterior fue fruto de incompetencia y deshonestidad. Rechazan la posibilidad de encontrar mérito alguno en sus predecesores y siempre aluden a facetas o motivaciones condenables en ajenas obras. Estos revolucionarios generalmente se califican de nacionalistas y proclaman que el cambio buscado tiene como fundamento el respeto al “alma de la nación”. Aducen que el ejercicio del poder se funda en el voto popular y, cegados por tal sofisma que confunde legalidad con legitimidad, aseguran que el pueblo les ha confiado una misión cuyo cumplimiento autoriza romper límites y principios. Olvidan que ser democrático no es solamente haber sido elegido libremente por el pueblo sino, sobre todo, respetar la norma del derecho.
Los tales -diría Unamuno- no dudan en creerse omnipotentes, llamados a rectificar los errores cometidos por Jesús en la prédica del amor cristiano. Para conseguirlo, ponen énfasis en la reforma legal y redactan cartas y leyes que consideran mejores mientras más largas y detalladas. Su afán es reglamentar la conducta de los seres humanos, señalarles rutas y objetivos, evitar las interpretaciones libres e imponer las suyas propias. Piensan que tienen el monopolio de la clarividencia para llevar al ciudadano, de la mano, hacia el progreso. No ven o no quieren ver que sus rutas conducen, necesariamente, a la abolición de las libertades y la entronización de la voluntad omnímoda.
Una revolución implica una transformación casi siempre violenta y profunda de sistemas, estructuras, conceptos y prácticas. Las revoluciones irrumpen contra el orden establecido dentro de un proceso desencadenado por la acción colectiva, coincidente en las motivaciones, pero no concertada previamente. Lo que generalmente necesitan los pueblos o no son revoluciones sino cambios reales y eficaces. Nuestra sociedad no es una excepción. Hay que cambiar desigualdades e injusticias, hay que transformar las políticas sociales, fomentar la producción y el comercio, fortalecer el derecho y robustecer las instituciones. No se necesitan revoluciones que multipliquen la inseguridad jurídica sino un proceso evolutivo de cambio que defina con claridad el bien común y avance progresivo hacia su implantación. La base de todo progreso real es el acatamiento de la ética y el respeto de las libertades.