La reputación perdida en Brasil

En Brasil, los dirigentes políticos no renuncian a sus cargos en medio de escándalos, ni siquiera cuando su reputación está totalmente enlodada. El ejemplo opuesto sería Japón, donde suelen suicidarse cuando los pillan en enredos sexuales o de corrupción.

El presidente Michel Temer es un caso de obstinación en una situación moral indefendible, después de que salió a la luz pública, el 17 de mayo de 2017, su conversación con Joesley Batista, dueño de JBS, la mayor exportadora mundial de carnes y campeona, junto con la constructora Odebrecht, en corromper políticos.
Trascendió que Temer pensó renunciar. El diálogo grabado por el empresario 71 días antes, trataba de sobornos y formas de trabar investigaciones de casos de corrupción. El presidente lo recibió cerca de 23 horas en el sótano del Palacio Jaburu, residencia presidencial en Brasilia, sin registro, es decir con intenciones de clandestinidad.

En cualquier otro contexto, otro país o situación, seguramente no habría alternativa a la renuncia. Pero Temer decidió resistir, desafiando la ética, las tradiciones políticas y una opinión pública convencida de su corrupción, pero favorecido por un cuadro parlamentario de autodefensa colectiva.

Renunciar acortaría su probable camino a la cárcel, al perder el llamado “foro privilegiado”, la prerrogativa del presidente, ministros y parlamentarios de ser juzgados por un tribunal superior, cuya lentitud asegura la impunidad por muchos años.

A esa altura, el sistema político brasileño ya sufría un deterioro total, tras la inhabilitación de la expresidenta Dilma Rousseff en agosto de 2016 - un golpe según sus defensores - y las revelaciones producidas por “delaciones premiadas”, o sea acuerdos de colaboración logrados por el Ministerio Público.

Una encuesta hecha por el Instituto Datafolha, vinculada al diario Folha de São Paulo, señala que 47 % de los entrevistados afirmaron sentir “más vergüenza que orgullo de ser brasileño”.

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