El lío de las sanciones a asambleístas de Alianza País por mantener una postura distinta a la de su bloque pone sobre el tapete varios interrogantes y desnuda algunas peculiaridades del Régimen político imperante. En primer lugar, surge la pregunta de a quién responden los asambleístas del oficialismo; si responden a quienes los eligieron en las urnas o a las instancias partidarias que los postularon como candidatos. Es claro que la respuesta va por la segunda opción, lo cual siembra serias dudas respecto de su representatividad. En otras palabras, si los legisladores de la mayoría parlamentaria no responden a sus mandantes, sino a su movimiento político, aquello no se llama disciplina partidaria sino despojo de la soberanía popular por parte del movimiento oficialista. Nadie duda que un político debe ser leal a su partido. Empero, su lealtad principal debe ser respecto de quienes le dieron el voto y lo eligieron para representarlos. Si aquello no es así, estamos frente a una grave distorsión en el proceso democrático. Se acude al ciudadano para que ejerza su derecho a elegir, pero se olvida de él para rendirle cuentas. Más aún, esta distorsión implica que no estamos frente a representantes populares en sentido estricto, sino frente a delegados de una maquinaria política. El hecho decisivo de su elección no se dio en las urnas, sino en la negociación interna del partido para obtener su postulación. El hecho electoral se devela como secundario respecto de las designaciones partidistas. Los electores por debajo de la burocracia partidaria.
Pero, en segundo lugar, todos sabemos que la decisión de sancionar a los asambleístas disidentes no vino de Alianza País en su conjunto, sino de la voluntad personal del Jefe de Estado. Por tanto, los hechos comentados dejan al descubierto no solo la sumisión personal que rige en esa organización sino la total sumisión de la mayoría parlamentaria respecto del Presidente de la República; lo cual equivale a decir el sometimiento de la Función Legislativa frente al Ejecutivo. Ha quedado al desnudo que quien manda en el Pleno legislativo no son los más de 100 legisladores que hacen su actual mayoría sino la persona del presidente de otra función. No hay punto de vista que valga, no hay cohesión interna ni liderazgo propio al interior de la bancada oficialista. Solo rige una voluntad ajena a la Asamblea. La representatividad parlamentaria ha quedado completamente anulada y solo manda la representatividad presidencial. Si la Constitución dice que el poder del Estado se divide en cinco funciones, en la práctica vemos que hay un solo poder concentrado en una persona. Sin asambleístas con representatividad real no habrá en los hechos función legislativa. Sin representantes que se valoren como dignatarios la democracia derivará en un ritual. Representación no rima con sumisión .