¿Representación vs. participación?

Si la memoria no me engaña, uno de los argumentos fuertes que acompañaron el comienzo del proceso político que estamos viviendo estuvo vinculado a la crítica de la democracia representativa como sistema característico del viejo régimen liberal que nació en el siglo XVIII. Puesto que tal sistema se había convertido en un recurso legal para suplantar la voluntad general e imponer en su lugar la de algunos minúsculos grupos de poder, la nueva propuesta consistía en reemplazar la figura de la representación por la figura de la participación.

Más aún: al redactar la Constitución de Montecristi se decidió elevar la participación a la calidad de una de las funciones del Estado, que llegaron a ser cinco, dejando atrás a Montesquieu. Entonces no faltaron los pesimistas que se apresuraron a decir que al proceder de esa manera, nuestros constituyentes lograron el efecto contrario del que habían buscado, ya que en adelante la participación libre y espontánea de las diferentes comunidades y colectivos (aquellas que expresan necesidades o protestas, así como dan vida a las aspiraciones e iniciativas), terminarían transformándose en un trámite burocrático.

En estos días, al escuchar un repetitivo discurso encaminado a “demostrar” que son suficientes 100 personas para aprobar las modificaciones de la Constitución que han sido propuestas por la Función Ejecutiva, toda vez que tales personas no actúan en calidad de tales ni a título individual, sino como representantes de la voluntad de sus electores, me pregunto con un desconcierto que no puedo ocultar si los pesimistas de hace siete años no se quedaron cortos en sus vaticinios: no solo que la participación se ha reducido a un trámite burocrático (habida cuenta de que están ya deslegitimados los intentos de participación que no se ajusten a los reglamentos establecidos) sino que hemos vuelto a dar vida a la figura de la representación contra la cual votamos por haberla considerado con razón como propia del más viejo liberalismo y de sus deformaciones.

¿Para qué enredarnos entonces en sutiles disquisiciones sobre la diferencia entre enmiendas y reformas? Cada vez que las oigo no puedo evitar el recuerdo de las que fueron propias de la decadencia de la escolástica, cuando los teólogos discutían si Adán tuvo o no tuvo ombligo. La calentura no está en las sábanas, dice el refrán popular, ni el problema radica en las palabras. La Función Ejecutiva y las fuerzas políticas que le apoyan tienen todo el derecho de tomar iniciativas como la que han tomado; pero los ciudadanos también lo tenemos para expresar nuestras opiniones.

Me inclino a pensar que debe prevalecer el principio de participación: en este como en todos los temas sustanciales, la última palabra, la más sólida, la definitiva, la “vinculante”, como ahora se dice, será sin duda la que se exprese en las urnas.

ftinajero@elcomercio.org

Suplementos digitales