En mis años de colegio fui educado por los jesuitas en la aversión de todo lo que significaba el protestantismo. La libertad de cultos que a inicios del siglo fuera auspiciada por los liberales y consagrada en las leyes pasaba por ser un triunfo de la masonería, un extravío histórico de esta República del Corazón de Jesús. A lo largo de la centuria, la proverbial animosidad entre la poderosa Iglesia Católica y las incipientes comunidades protestantes no conoció desmayo. Y aunque el rescoldo de estas pasadas inquinas aún no se extingue, debemos admitir que hoy se vive otra época. Cada vez son más escasos los ultracatólicos que lanzan anatemas a los prosélitos de Lutero cuya Reforma está por cumplir medio milenio.
Hoy se habla del diálogo entre las culturas, de apertura mental ante la diversidad de los pueblos. Promover la tolerancia frente a aquel que, obedeciendo a tradiciones diferentes, ostentan costumbres y valores distintos no es sino reafirmar esa herencia de respeto al que vive y piensa de otra manera, un legado que ha modelado durante siglos la vida de los pueblos de Occidente a partir de la Ilustración. En este marco de una cultura de paz y comprensión del otro, el Concilio Vaticano de 1962 sembró la semilla del ecumenismo, esto es, el diálogo entre las diferentes iglesias cristianas. No obstante, la simiente echada entonces por la generosa mano de Juan XXIII pronto fue ahogada por los cardos y las zarzas que dejaron crecer los teólogos del fundamentalismo católico. Fueron los años de Juan Pablo II y de su inquisidor, el cardenal Ratzinger quien no tardará en ceñir la tiara bajo el nombre de Benedicto XVI. En el año 2000 el papa emitió el documento “Dominus Iesus” sobre la unicidad de la Iglesia y en el que se insistía en la doctrina del obispo Cipriano de Cartago (siglo III) y según la cual “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Esto acabó con los magros resultados que había conseguido el ecumenismo propugnado por el Concilio Vaticano II.
El papa Francisco, un jesuita sin ánimo contrarreformista, viajó el año pasado a Suecia invitado por la Federación Luterana Mundial y firmó una declaración conjunta en la que católicos y luteranos rechazan todo tipo de violencia en nombre de la religión. No se trata de rehabilitar a Lutero sino de entender su voluntad reformista desde la perspectiva de hoy. En tal ocasión Francisco recordó que “Lutero fue un reformador en un momento difícil, puso la palabra de Dios en manos de los hombres. Tal vez algunos métodos no fueron los correctos, pero si leemos la historia vemos que la Iglesia no era un modelo a imitar: había corrupción, mundanismo, el apego a la riqueza y el poder”. El eco de pasadas discordias se pierden frente a este mea culpa del papa argentino, un hombre que se confiesa ante el mundo en estos tiempos en los que se mata en nombre de Dios.