Me cuenta –yo no recuerdo nada– que nuestros primeros días de convivencia estuvieron marcados por el llanto y la duermevela. Yo lloraba, y él no tenía ni idea de qué hacer. Pero llegamos a conocernos, a descifrar lo que el llanto, los gestos o las palabras del otro significaban. Es decir, aprendimos a querernos.
También sé, porque me lo ha contado infinidad de veces, que apenas llegamos a Quito uno de mis lugares favoritos era la Plaza Grande –pese al smog, la suciedad y la inseguridad que hoy la rodean lo sigue siendo–. Ahí pasamos los dos algunas mañanas eternas y felices, mientras él esperaba noticias de algún trabajo y yo aprendía a correr y a sentir el frío que nunca había sentido antes.
Hay cosas que no me ha tenido que contar. Por ejemplo, que preparaba como los dioses los mariscos y los postres, muchas veces con receta propia, nacida del gusto que le producía comer; ahora más bien come poco y a regañadientes. También que en algún momento era la persona que más palabras por minuto podía leer en voz alta, sin equivocarse; a mis escasos ocho años, escuchaba empijamada y maravillada su voz fuerte, que daba vida a las líneas de un libro que yo también debía ser capaz de repetir, a su misma velocidad, pero eso nunca pasaba. Él me ayudaba a volver a intentar.
Por las fotos de un álbum, que se deshoja, queda constancia de que a su lado vi por primera vez un león, que tuve miedo y que él estuvo todo el tiempo ahí sujetándome la mano. Pero también sé, o siento, algo que no puedo probar con métodos científicos ni ninguna otra evidencia: resulta que es una especie de súper héroe de la dimensión doméstica de la vida. No hay cosa que no sea capaz de hacer por un hijo.
Sufriendo el terror en carne propia, he aprendido que le encanta la velocidad (y los autos de lujo). Cuando se lo reclamo, no dice nada, respira profundo y desacelera. Porque aunque para la mayor parte de las cosas en la vida no tiene paciencia, para mí siempre la tiene. Incluso cuando con desparpajo le suelto algún comentario desagradable –sin mala intención, ‘por bien hacer’– sobre la ropa que lleva puesto o la música que escucha, apenas si tuerce los ojos, pero no dice nada.
En días como estos (en que la publicidad no atina más que a soltar, a todo color, estupideces y vacuidades sobre la paternidad), me pregunto qué lo lleva a tratarme así, con tanto cariño, respeto –no dice ni chis ni mus sobre mi vida– y delicadeza; de dónde saca esa voluntad zen, inexistente en cualquier otro escenario, con la cual convierte en un oasis nuestra mutua compañía.
Debe ser algo que aprendió cuando empezamos a convivir. Es decir, algo relacionado con el amor; y eso es lo que le permite estar simplemente a mi lado, sujetándome la mano cuando lo necesito, incluso cuando a veces vuelvo a llorar y él sigue sin comprender nada ni saber qué hacer.