Desde hace años se viene incubando en Ecuador un régimen de partido único, similar al que forjó el PRI (Partido Revolucionario Institucional) en México.
Liderado inicialmente por Lázaro Cárdenas, el PRI creó un sistema político que permitió a ese partido instalarse durante 66 años seguidos en el poder.
Esto se produjo gracias a la naciente industria petrolera que Cárdenas estatizó y que produjo miles de millones de dólares para financiar obras públicas faraónicas que cada “Jefe supremo” –así se les decía a los presidentes erigidos por aquel partido– emprendía para demostrar la grandeza de su gestión.
En el plano político, el PRI se amparó en una retórica nacionalista y en una intrincada red de patronazgos y clientelismo político que se dedicó a comprar el silencio o la complicidad de todos los sectores económicos y sociales de México.
Claro que hubo elecciones periódicas en aquella época del “priísmo”, pero ellas no fueron transparentes ni competitivas. Más bien, los fraudes fueron cada vez más escandalosos. (Irónicamente, el peor fue el que sufrió Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Lázaro Cárdenas). Tras seis décadas en el poder, el populismo de partido único del PRI sembró ineficiencia, corrupción y terminó con el sistema democrático mexicano.
¿Cuáles son los riesgos de un régimen unipartidista? Las pocas tiendas políticas que sobrevivan en Ecuador no tendrán más opción que orbitar alrededor del partido dominante, que dictará el contenido y la forma del debate político (si es que lo hubiera).
La carrera de los políticos pasará a depender mucho más de su buena relación con el partido dominante y mucho menos de la calidad de su gestión pública. Para aquellos políticos, el caudillo importará más que los mismos votantes porque, en la práctica, su reelección dependerá de que ese caudillo decida incluirlos en su lista de candidatos.
Una vez en esa lista, la reelección del político estaría asegurada, porque su candidatura estaría respaldada por el sistema político-electoral del partido dominante.
El proceso de rendición de cuentas quedaría desvirtuado porque los votantes no tendrían la última palabra en la reelección de esos políticos.
Más que en otras ocasiones, el caudillo escogería a los candidatos por su grado de servilismo y obsecuencia y no por sus méritos personales o por su hoja de servicio público.
Todo esto deterioraría aún más la calidad de la política ecuatoriana y equivaldría a consolidar una democracia iliberal en el país; una “dictadura perfecta” caracterizada por comicios poco competitivos, resultados electorales completamente predecibles y dirigismo político. Romper ese círculo vicioso sería muy costoso en términos sociales y económicos. México todavía no puede hacerlo.