Negar que en estos meses de “transformación de la justicia” hay resultados positivos sería una obcecación inútil. Tan inútil como no reconocer que la crisis judicial es sistémica, que tiene muchos años y que este Gobierno no la inauguró.
El país no podrá olvidar a Febres Cordero y sus tanques rodeando la Corte Suprema de Justicia, a Lucio Gutiérrez y su “pichicorte” o el “sorteo” de jueces en la era Correa.
Estas son expresiones extremas de una situación institucional que ha tenido un impacto negativo en muchos niveles de la vida del país: acumulación de poder, debilitamiento de la democracia, desprotección de derechos, inseguridad jurídica, impunidad e injusticia.
Después de todos estos años, el Ecuador tenía –y tiene- uno de los peores sistemas de justicia de la región: dependiente del poder político, poco confiable, ineficiente y lento.
El deterioro del sistema de justicia es resultado, en gran medida, de la acción de la política y los políticos; de la incompetencia de muchos abogados, jueces y judiciales, víctimas –a su vez- de una pésima formación universitaria; de la corrupción, presente en los pequeños actos cotidianos como la citación o el despacho de un escrito, hasta en la “compra” de sentencias o nulidades; de reformas legales equivocadas, hechas a medida de intereses concretos.
Por cierto, esto no significa desconocer que en el país tenemos cientos de funcionarios y jueces inteligentes y honrados . Así como también hay miles de abogados probos y capaces, que han sido arrastrados por el desprestigio generalizado.
La “metida de mano” en la justicia puede presentar muchos resultados positivos en lo cuantitativo; más personal, judicaturas, jueces y juezas; más causas despachadas, presupuesto, edificios, tecnología y sanciones disciplinarias. Pero reducir la evaluación de la reforma a un recuento contable de la inversión, a un inventario de construcciones, equipos y número de causas despachadas daría cuenta de que hemos perdido de vista que el rol más importante del Poder Judicial, en una democracia, es controlar el poder y para ello debe ser independiente.
“El juez no es propiamente un órgano del Estado-aparato. Frente a los demás poderes del Estado puede decirse incluso que es un contra-poder, en el doble sentido de que a él le corresponde el control sobre los actos inválidos y sobre los actos ilícitos, y por tanto sobre las agresiones, de todo tipo, a los derechos de los ciudadanos”, explica Luigi Ferrajoli.
La independencia es una condición de todo el sistema de justicia y debe garantizarse a cada juez una actuación libre de presión externa o interna, sea que provenga de otras funciones del Estado, del interior del sistema (jueces superiores y órganos disciplinarios) o de particulares. Sin independencia no hay reforma judicial que se sostenga, un proyecto de país requiere pensar más allá de la coyuntura política.