Ahora que se plantea abolir las corridas de toros por referéndum, yo, como ciudadano de a pie, pido añadir una pregunta a favor del pobre pavo cuya tragedia es mucho más humillante que la del toro, animal que goza de gran prestigio desde la Antiguedad pues es símbolo de belleza, de fuerza natural, de potencia sexual, obstinación y coraje. Todo ello antes de saltar a la arena donde muere cruel pero espectacularmente, eternizado por las cámaras, dando guerra hasta el final y cargándose eventualmente a alguno de esos bichos con trajes de luces que se le ponen delante, y hasta siendo indultado si el populismo contagia a la autoridad, en cuyo caso pasa a cubrir apetitosas vacas por el resto de sus taurinos días.
El pavo, en cambio, tiene mala imagen y es símbolo de algo tonto, aburrido, ostentoso y hasta ridículo como su moco colorado. Solo recordando frases de mis tiempos colegiales: cuando nadie sacaba a bailar a una chica, ella estaba “comiendo pavo”; si alguien se metía a una fiesta sin ser invitado andaba “de pavo”; cuando nos íbamos a jugar pelota a la playa en vez de ir a clases estábamos “echándonos la pava”. Desde siempre, alguien fatuo y vanidoso que alardea de sí mismo anda “pavoneándose” o “inflado como un pavo”. Y cuando algo es importante decimos por contraste que “no es moco de pavo”, solo comparable a no ser “pelo de cochino”.
En inglés, el pobre lleva el nombre de turkey que se aplicaba a la gallina de Guinea que iba por Turquía a Londres, doble error, así como nuestro sombrero de paja agarró el nombre de ‘Panama hat’ al pasar por el itsmo. Pero en jerga gringa un ‘turquey’ es una persona inepta o indeseable. Y cuando fracasa una pieza de teatro en Broadway eso también es un ‘turkey’. Por si fuera poco, un ‘turkey vulture’ es un vulgar gallinazo. Difícil tener peor imagen. Para colmo, cada vez que su primo, el pavo real, despliega esa cola fantástica se le jode la autoestima.
Una vez en el corral, lo ceban unos días, lo emborrachan y lo cuelgan patas arriba para que chorree la sangre cuando le hunden el cuchillo en el oído y pasa a hornearse durante horas. Cero fotos, mucha sangre, cero olés.
El lector astuto pensará que algo se esconde detrás de tanta filantropía plumífera.
En efecto, así como el Gobierno incluye las corridas en el referéndum para contaminar con la violencia a “la burguesía quiteña”, yo añado mi pregunta porque detesto la pechuga de pavo, que debo ingerir en repetidas cenas cada fin de año, esa pulpa blancuzca y desabrida a la que para remate se unta jalea de cranberry.
Mi consigna es volver a los buñuelos, los tamales y el pernil que se comía antes de que aterrizara en nuestras mesas navideñas esa ave imperialista.
¡Felices Navidades sin pavo, sin vacas y sin burguesía quiteña!