¿Puede uno imaginar una actitud más equivocada en un gobernante que denigrar a quienes protestan, provocar a quienes deciden salir a las calles? ¿Puede uno imaginar que en vez de denostar en contra de quienes piensan diferente, un gobernante optara mejor por analizar los contenidos de la protesta, asimilándola con prudencia y respeto? En el Ecuador hemos tenido buenos ejemplos de testarudez política, como cuando aquel gobernante de turno, pareciera que el poder hace que se olviden que son pasajeros, organizó una contramarcha y salió al balcón del palacio con vaso de licor en mano y bailarina a diestra y siniestra. Aquel inefable dictócrata llamó a los manifestantes “forajidos” y con ello firmó su partida de defunción.
Hoy, en los rangos del oficialismo, parecieran infectados de similar testarudez y prepotencia y hasta la superan. Salir en Riobamba, cuna del anticorreísmo desde hace varios años, en caravana de popularidad la noche de un día de protesta nacional contra el Gobierno, equivale más o menos a entrar en misa dominical de once en calzoncillo, botella en mano y en estado etílico. Es un acto tal de provocación que bien cabría reflexionar sobre qué mismo busca nuestro actual gobernante de turno; por qué ofende a quienes lo interpelan, qué racionalidad existe en el absurdo de salir para ser abucheado; qué gana diciendo que las protestas fueron un fracaso si todos vimos que el jueves pasado la plaza de San Francisco en Quito se llenó, al menos, dos veces.
El presidente Correa debería preguntar al expresidente Gutiérrez qué sucede con los gobernantes de turno cuando ofenden la protesta popular. Debería pedir su ayuda y consejo, sobre las consecuencias de la ceguera que viene aparejada con el poder.
Debería consultar con él sobre qué pasa cuando se pretende captar para siempre todos los poderes y qué viene después de que se escoge el camino de dar golpes de estado desde el Estado. La historia trae lecciones que los políticos no deberían obviar.
Una de ellas, la más importante, es que el poder siempre es efímero. Que el poder total, así como corrompe totalmente, no es posible tenerlo indefinidamente. Por ello, lo más sabio que podríahacernuestroactualgobernante de turno, en esta hora tan compleja para su mandato, sería no repetir los errores del pasado y rectificar.
Para comenzar debería escuchar de forma sincera a quienes salieron a protestar. Un buen gesto adicional sería desistir de las enmiendas constitucionales, reculando de la inconsulta reelección indefinida, e iniciar un plan verdadero de austeridad fiscal para que no sea la ciudadanía la que pague por ocho años de irresponsabilidad y despilfarro. El Gobierno tiene en adelante un dilema inevitable: Rectificar o pudrirse. Rectificar implicaría un gesto de madurez e innovación por la que se aseguraría un lugar en la historia; pudrirse, en cambio, implicaría escoger el camino de la soberbia y el irrespeto a la protesta; hacer lo mismo que hicieron los dictócratas del pasado; descomponerse en la bilis de su sordera.
Lucio Gutiérrez podría,en estas circunstancias, fungir de un buen asesor presidencial.