Han comenzado en España los actos oficiales por los 300 años de la fundación de la Real Academia Española. No es un acontecimiento que sólo concierna a los españoles. La lengua castellana es la manifestación más viva, más rotunda de la cultura común de sociedades que hoy agrupan más de 500 millones de hombres y mujeres.
La mayoría de los hispanohablantes se encuentra en América, incluidos los más de 50 millones que habitan los Estados Unidos. Su crecimiento, a tasas superiores a las de otras minorías asentadas en el territorio de esa potencia, se ha hecho sentir sobre la política interna norteamericana; prenuncia, además, que la comunidad hispana estará representada, cuando menos, en alguno de los binomios presidenciales en elecciones próximas.
Nada de todo eso ha sido casual. Si hubiera que identificar un rasgo incuestionable del genio político español, habría que atribuírselo, en primer lugar, a Felipe V. Un año después de que Juan Manuel Fernando Pacheco, marqués de Villena, fundara la Academia, aquel la legitimó con una real cédula, poniéndola bajo su amparo. En segundo lugar, deberá decirse que, quienes luego rigieron los destinos de España comprendieron por igual que la unidad de la lengua nacida en Castilla era la regla de oro para preservar la cohesión y prolongación de una de las culturas que se alzan en la contemporaneidad entre las de mayor gravitación planetaria.
Si hay una facultad operativa que se ha reservado al rey de España hasta en la mismísima Constitución de 1978, gestada en medio de la transición que reafirmó la paz sellada por demócratas y antiguos franquistas tras la muerte de Franco -y que nadie, dentro o fuera de España, debe osar que se dañe?, ésa ha sido la de velar por la continuidad lingüística de los españoles y de quienes hablan su lengua en otras partes.
Las academias no crean idiomas y los idiomas no se gestan en un solo y único acto, como el nacimiento de las personas, sino que devienen de un proceso colectivo de lenta maduración. Las academias se encargan, sí, de legitimar las voces que se emplean, condicionando tal legitimación al cumplimiento de dos condiciones: una, de tiempo, y la otra, de espacio. De modo que no se canonizan palabras que puedan haber respondido al capricho efímero de un individuo o grupo de personas o que se hayan utilizado en un ámbito geográfico tan reducido que haga descabellada la pretensión de mensurar sus medidas. Con fuerza de ley para quienes acatan su autoridad, la Real Academia lucha, cada vez con más frecuencia, por poner a salvo la estructura lógica del idioma, terreno irrenunciable para ella. Esos peligros provienen, en particular, no de las contracciones que gritan victoria desde los mensajes de texto por celulares, sino de la aplicación ciega y literal a nuestra lengua de expresiones que caben con naturalidad en otras.
Son muchas las tareas que asume la Academia con su equipo de lingüistas y especialistas en todas las disciplinas que propone la riqueza expresiva del español. No lo hace de manera aislada y autónoma; lo hace con la participación activa, desde hace años, de veintiuna instituciones de su misma naturaleza.